Revista Educación

Avelino

Por Juancarlos53
Avelino

Cuando las troupes de teatro llegaban a la ciudad, Avelino se ponía nerviosito. Desde antiguo deseaba ser artista. Siempre quiso subirse a las tablas. ¿Insatisfecho con su vida? ¿Envidioso de la libertad consustancial al mundo de la farándula? Con certeza no lo sé, pero seguro que un poquito sí. Avelino anhelaba ser actor para vivir otras vidas siquiera brevemente, aunque el verdadera motivo, la oculta razón que lo movía, al menos en su imaginación, era, con las actrices, poder convivir, cohabitar y quién sabe si algo más («amistad y lo que surja», que decían las páginas de contactos de las revistas picantes que le gustaba leer). Margarita Lahoz, la diva nacional, lo traía por la calle de la amargura: «¡ay, si yo pudiera saludar, hablar y lo que surja con la gran Marga, con la bella e insuperable Marga!», decía Avelino para sí. Y resultó que ese año la compañía de teatro y variedades  de Margarita Lahoz pararía en la localidad.

La semana de Ferias, cuando tenían lugar los principales espectáculos festivos y teatrales, Avelino era un auténtico azogue, no paraba quieto en casa. Se levantaba temprano y acudía presto al Hotel París, alojamiento habitual de las compañías teatrales que visitaban su ciudad. Se acomodaba en la cafetería del establecimiento y pese a sus estrecheces económicas, allí que se pasaba las horas con uno, dos y en los días centrales hasta tres cafés. Todo le compensaba con tal de poder estar cerca de los artistas que se hospedaban allí durante esas fechas.

Aunque normalmente sus excesos cafeinómanos no buscaban otra satisfacción que la de ver deambular de un lado para otro a los integrantes de la troupe, esta vez para Avelino la cosa fue diferente. El primer día que se apostó en la apartada mesa de la cafetería, desde la que ejercía la vigilancia, tuvo dos experiencias magníficas, epifánicas. Una fue ver directamente con sus propios ojos a la Lahoz junto a su partenaire Curro Ledesma, lo que a él, amante del arte teatral, le produjo una felicidad suprema. Pero sería la otra, la segunda experiencia, una auténtica revelación, la que elevó su contento muchos grados. Tal ocurrió cuando Dimas, el barman que lo atendía y al que conocía desde que de chicos acudían juntos a la escuela de Dª Mariana, se le acercó y le comentó que el productor de la Compañía buscaba personas para formar parte de la turbamulta que al final de la obra se abría paso desde el fondo de la escena hasta la batería, queriendo significar con ello el triunfo de la revolución popular.

—¿Y puede apuntarse cualquiera, Dimas?

—Eso ya no lo sé, Avelino. Sólo te diré que he oído que van a hacer un casting o algo así. Yo por mi trabajo no puedo acudir, pero tú claro que puedes. Imagino que con esa palabreja se refieren a elegir actores y que eso es lo que se hace en el teatro, el cine e incluso en la televisión ¿No es así, Avelino?

—Sí, sí, eso es, Dimas.

El aspirante a actor que Avelino era, tras la respuesta dada a su paisano entró en un estado de nervios totalmente desconocido para él. Quizás, pensaba, esta era la ocasión que llevaba anhelando tantísimo tiempo. Si acudía al casting tendría la posibilidad de resultar seleccionado, de subir a las tablas, convivir con sus ídolos e incluso cruzar algunas palabras con ellos, ¡ojalá que con Margarita!

Esa misma mañana el alguacil echó un pregón por encargo de la agrupación teatral recién aterrizada en la población:

«Se hace saber que a esta villa ha llegado una compañía de teatro y variedades que va a representar en el Centro Social de Mayores una obra inspirada en nuestra Guerra de la Independencia. Para poder llevarla a buen efecto dicha agrupación precisa de diez personas, cinco hombres y cinco mujeres. Cualquier vecino que ame el arte de Talía y quiera participar en la representación teatral podrá hacerlo, si es seleccionado para tal fin en el casting que hoy a las cinco de la tarde realizará el director de la misma D. Francisco Ledesma»

Nada más escuchar el pregón dado por Honorio, pregonero y alguacil, Velino partió como un rayo hacia su casa. Tenía que prepararse. Y se preparó: calentó la voz, eligió un vestuario goyesco que estimó casaría perfectamente con la época en que la obra se situaba, repitió hasta la saciedad una frase que pensaba iría como miel sobre hojuelas en el casting: «¡Vivan las caenas! ¡Abajo los gabachos!»…

Media hora antes de la anunciada, Avelino se ubicó a las puertas del Hotel París en una de cuyas salas de conferencias se realizaría el casting de marras. Al poco se vio primero de una fila de unas veintitantas personas entre hombres y mujeres. Por los comentarios que escuchaba pronto cayó en la cuenta de que por edad él era el mayor y por ello se reconocía como el más experimentado, uno de los candidatos con más posibilidades. Los jóvenes que estaban junto a él, por sus conversaciones sobre programas televisivos del corazón, se le revelaban como gente soez y poco culta. Nada en ellos le sugería a Avelino amor al teatro.

Llegada la hora convenida, las cinco de la tarde, esa hora mágica en que los toros huelen la muerte cercana, las puertas de la sala donde se realizaría la selección se abrieron. Una chica, feúcha pero pizpireta, salió y con voz aguda y algo desagradable dio las normas que se seguirían: primero pasarían las mujeres que hubieran acudido ordenadas por edades; después, cuando ellas finalizaran sería el turno de los hombres, los cuales pasarían a la sala ordenados también, pero en esta ocasión sólo por estatura y complexión.

La normativa dictada descolocó un poco a Avelino. ¿No habría que decir texto alguno? ¿Haberse presentado vestido de aquesta guisa tan pinturera sería mérito o todo lo contrario? Al poco tuvo respuesta a todas estas incógnitas.  La selección de los diez figurantes se hizo sólo por el físico, cuanto más gárrulo fuese el aspecto del individuo, mejor. Contrariamente a sus conjeturas, Avelino resultó elegido aunque claramente se le advirtió que debía de presentarse el día siguiente vestido de campesino español normal del XIX-XX y no de majo dieciochesco. 

Avelino

Por si lo anterior fuera ya poca cosa para que la afición teatral de Avelino se tambaleara, los diez elegidos debían de salir al final de la obra provistos de hoces, horcas y garrochas tras quienes poco antes habrían  proferido insultos contra los españoles por zafios, sucios y malolientes. En este duelo actoral al personaje que Avelino representaba le tocó ser zaherido por una aristócrata gala elegantemente vestida con una robe a la polonaise. Desconocedor de quién era la actriz que daba cuerpo y voz a esta dama francesa que lo insultaba en exceso y que, atrevida por demás, le ha cruzado la cara con sus mitones, Avelino sufre un acceso de Método del Actors Studio y le propina un trompazo que para sí quisiera él en el taller mecánico donde trabajaba desde hacía quince años y donde sufría humillaciones sin fin de su jefe, tío carnal por parte de padre.

Que Margarita Lahoz, la gran Marga, la bella Marga, sufriera por parte de un mindundi que ni siquiera era actor de reparto, tal golpetazo marcó un punto de inflexión en la representación, primera de las dos que la Compañía de la diva haría en ese perdido lugar. Cuando cayó el telón los vítores fueron abundantes y atronadores. Duraban tanto que todo el elenco de la Agrupación comandada por Paco Ledesma, sorprendidos por no haberles sucedido jamás tal cosa, salieron a saludar una segunda vez. Prosiguieron los aplausos. En la tercera salida, el público exigió la presencia en escena de los extras, especialmente del valiente que había golpeado como se merecía a la estirada francesa, a la dama frívola y peripuesta tan larga de lengua. No hubo más remedio que pedirle a Avelino que compareciera y saludara a sus paisanos; la mismísima Margarita Lahoz, recuperada ya totalmente del golpe que éste le había propinado, tomó su mano y juntos avanzaron desde el fondo hasta el proscenio envueltos en las ovaciones. El teatro había encontrado un actor. Casting en estado puro.


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