Resumiré lo que queda del viaje, quizá las impresiones mas salientes, pues describir en dos entradas el corazón de una ciudad tan heterogenea como Tokio donde cada barrio es un pequeño mundo es tan improbable como encontrar chorizos criollos - para reponer los que nos había dado el Loquito Piazzolla como obsequio al emperador y victoria de River en el Mundial de clubes y que dejamos como ofrenda en el pequeño altar de los zorros - en un supermercado, en el mercado o en tiendas de 24 horas . Fatigamos las calles de Ueno. Incluso nos metimos en un edificio con un subterráneo lleno de tiendas de pescado, mariscos, setas y carne, la típica carne japonesa llamada wagyu, muy veteada y fina, que Masayo San nos hizo probar cocida en salsa de soja, sake y azúcar, con verduras y que se llama Sukiyaki. En días sucesivos y ya sin su ayuda - había volado a Hokkaido para ver a sus padres - vimos Akihabara ( el barrio eléctrico) con su desparpajo y la humanidad enloquecida por el neón, los juegos y los mangas; la torre de comunicaciones Skytree ( la estructura artificial mas alta de Japón), el puente kachidoki que antes era levadizo pero ahora esta soldado y tiembla, kapabashi con sus estatuas del mítico Kappa y su calle de la cocina. Encontramos restaurantes especializados en cangrejo, anguila, pickles, rábanos, huevas y todo lo que nunca se nos hubiera ocurrido que se pudiera comer, fresco y delicioso. El Pibe Pergamino se había hecho un experto con los palitos. Yo en cambio tuve que pedir dos cucharas para practicar, y aun así se me escapaban los trozos de setas, el tofu, la col. No digo ya intentar llevar a la boca el arroz del domburi que, aunque pegajoso, se obstinaba en caer y caer, hasta que lo pinchaba como suelen hacer los niños. Pero los japoneses son muy corteses y no dados a la risa ni a la burla. Intente que nos metieran en tatamis, pero por lo general estaban ocupados, y teníamos que conformarnos con taburetes en la barra, donde veíamos como con pericia los locales atrapaban los fideos de soba y los sorbían con gusto y ruido, sin inmutarse.
En ese peregrinar no encontramos nada ni remotamente parecido a chorizos criollos.
Una mañana se nos ocurrió que quizá podríamos encontrarlos en el mercado pescadero de Tsukiji, el mas grande del mundo. Y allí nos fuimos con el Pibe Pergamino, luego de pasar por un templo budista cercano donde había una tambores ceremoniales gigantescos. El ciclopeo recinto donde se hace la subasta de pescado estaba cerrado. Eran las once de la mañana y las callejuelas del mercado externo bullían de tiendas, gentes y aromas, aromas...aromas. Había una nutrida delegación de hinchas de River, desperdigados y desesperados por comer pescado rebozado, brochetas de cerdo y cebolla, pinchos de Vieiras y tortillas finas, reclamando atención al grito de: "Eh, amigo, poneme ese chupetín de pescado", como si su cualidad de turistas les valiera para saltarse la cola. La cacofonía del mercado era grande, pero la de los hinchas peor. No se si habían venido en un tour, pero en media hora desaparecieron todos y pudimos seguir apaciblemente el compás japones y apreciar la increíble variedad de productos para comer y cocinar. Con el hambre a flor de estomago nos metimos en una casa de sashimi, detrás de un puesto que vendía calamar seco, donde nos pusieron un cuenco de arroz con atún, anguila, erizo, caballa, pulpo, salmón y huevas, que procedí a devorar con mis palillos personales hechos con una percha de madera que encontré en el hotel, lo que me valió un par de miradas y luego amable indiferencia.
No encontramos los chorizos.
Si lo que valía era la intención el emperador de Nihon tendría que conformarse con un par de bombones que encontramos en una tienda Lawson. Así que nos fuimos por el metro hasta Hibiya - esta vez sin perdernos - y nos bajamos justo enfrente de los jardines imperiales, un parque lleno de arboles, verde y explanadas gigantescas con piedritas, que se llena de gente para celebrar el cumpleaños del Emperador el 23 de Diciembre. Todo muy verde. Todo muy cuidado. Hasta un indigente hacia su casa plegando cartones con gran ceremonia en discordancia con un par de simpatizantes de River se habían metido de lleno en el césped prohibido para hacer fotos.
Al final llegamos a una de las puertas del palacio cercado por un foso, grandes murallas y dos guardias, detrás de una barrera en un puente de piedra. Se veía solo el techo del palacio, y ninguna ventana. Los hinchas de River venían saltando con una botella de sake en la mano y gritando "Hola, che, Hijo del Sol!" para reclamar su atención o la de cualquiera.
Mire al Pibe, mire al foso, miré a los guardias y a los de River.
Si el vaticinio del Loquito Piazzola se tenia que cumplir, que se cumpliera.
Hicimos ofrenda al aire y luego nos comimos los bombones del emperador.
En el recorrido peripatetico del después nos entró remordimiento al ver la estatua de un Samurai a caballo que parecía fulminarnos con su mirada en bronce y su ética sin tacha. A fin de cuentas era poco lo que nos había pedido Piazzola. Pero no podíamos volver. Y al pibe le tiraba mas el Barza. Así que decidimos expiar nuestra traición pidiendo el favor de los dioses y las fuerzas de la naturaleza. En Asakusa hay un inmenso templo budista y allí nos fuimos en metro, al que ya nos estábamos acostumbrando con sus carteles coloridos, sus anuncios y su abigarrado muestrario de oficinistas, bohemios, trajeados y dormidos.
Lo primero que me sorprendió al llegar al templo donde unos muchachos con calzados ninjas de dos dedos ofrecían paseos en bici, fue una caseta apagodada roja con dos estatuas a los lados y un fanal inmenso, que en nuestra ignorancia confundimos con el senso-ji, el templo y que solo era el portal exterior. Franqueando la puerta y en una explanada había callejones de tiendas con artículos de fe, souvenires y complementos, parecidos a los que narraba el amigo Bernal en Lourdes, pero mas simpáticos, pues estaban flanqueados por tiendas de oráculos, comida y postres. Al fondo estaba el templo y hacia allí fuimos. Tras una rejas los monjes cantaban y su salmodia monocorde retumbaba en todo el templo. En un costado había un puestito donde otros monjes con esvásticas budistas vendían imagenes y un poco mas allá cajoneras numeradas con destinos, que correspondían a palitos que la gente sacaba al azar de una alcancía luego de ofrendar 100 yenes. Saque dos y también saque un destino de un oráculo mecánico con forma de dragón. Muchos leían el papelito y lo dejaban colgado de unas cuerdas lo que significaba que su suerte no les había gustado. Mas tarde Masayo San nos explico que había seis escalafones de suerte - con negocios, hijos, viajes, amor y salud - y que nos había tocado una suerte tres. O sea medio, medio. Entre tiendas de kimonos, peines de madera, chaquetas tipo ganster de colores y antiguos grabados había un puesto en el que la gente hacia cola y como olia bien nos quedamos. Resulto que eran hamburguesas de cerdo fritas con cebolla. Feliz de no tener que usar palitos compre seis para llevar al hotel.
Al otro día nos fuimos de milonga, otra vez a Minato ku, en un salón llamado Buenos Aires. El salón era bonito y apenas llegamos el anfitrión Cristian Lopez nos acomodo en una mesa reservada. Allí estaban otra vez Guillermo y Roxana y algunos milongueros de Visita de Italia. La música era potente y la hospitalidad de Cristian y Naoko, su pareja, también. En la barra había copas y vasos, algún comestible en forma de sanguchitos de miga, zumos y dos grifos: uno de cerveza y otro de Vino que no es una bebida frecuente en Japón pero se consume, para servirse a discreción. En la pista las parejas se movían en perfecto orden y girando mucho. Me pareció ver al queridisimo Omar Quiroga del Barcelona Tango Glam y estuve a punto de saludarlo. Pero aunque tenían la misma altura, porte y cabellera el hombre era japonés. El pibe se fue a bailar con las muchachas. Yo me serví vino. Cristian enseguida nos pregunto si queríamos Cava. El Cava tampoco es frecuente. Así que era una muestra de cortesía grande. Y debo decir que la cumplimenté, brindando con los muchachos, al menos en tres oportunidades.
Hasta un par de sanguchitos cumplimenté.
Agradecidisimos por la amabilidad de todos, nos fuimos a descansar al hotel con el sabor de la cortesía y el cava dulce en la boca.
Llegaron las fiestas.
La nochebuena y la navidad no se festejan en Japón. Se estila comprar tartas de nata el 24 y comer en costumbre reciente pollo Frito. El año nuevo es un festejo medido, porque los japoneses saben que un año no trae cambios inmediatos solo por suceder, lo mismo que los gobiernos. Confían más en el trabajo colectivo y no esperan mucho ni del año ni del gobierno. Masayo San Había vuelto de Hokkaido y luego de zamparnos un banquete consistente en toshi-koshi-soba - el soba de año nuevo - sopa miso, encurtidos, gyozas y pollo con setas nos fuimos pasada la medianoche a un templo Shinto de las inmediaciones para no dormirnos tan pronto. Nos sorprendió el clima de fiesta y el ambiente. Había una cola de gente esperando en el templo para formular sus deseos para el año entrante y hogueras en donde se quemaban en papel los deseos del año anterior. Los benefactores del templo habían hecho llegar interminables botellas de tres litros de sake del bueno y la concurrencia se servía con prolusión y alegría.
Cosa practica la religión en Japón. Si no hay comida y bebida que la sustente no funciona. Nada de estatuas dolientes. Nada de olor a incienso: Estatuas de budas, zorros, sake, olor a Fritura y felicidad.
Aun así y quizá por nuestra condición de extranjeros, los Kami - los espíritus de la naturaleza - ni se enteraron de la ofrenda del Loquito Piazzolla y River cayó derrotado contra el Barza por tres goles a cero, casi sin ver la pelota.
Al otro día, luego de pasar por Monzen Nacacho, donde Budismo y Shintoismo conviven en armonía, con todas las tiendas llenas de comida y gente feliz nos fuimos despidiendo de Tokio. Comimos un ultimo Domburi en el aeropuerto de Haneda, con su luz y esos increíbles inodoros japoneses con calor en tabla para la nalga, el bidé incorporado y el ruido de agua para que no se escuche el sonido humano de la deposición.
En contraposicion, el Charles de Gaulle, orgullo de París con sus alfombras viejas, sus baños normales y sus embarques incómodos nos esperaba para el trasbordo.
Volvíamos sin ganas de volver, a Occidente.