Revista Opinión
Cuando la primavera estalló, él llevaba semanas con estornudos y los ojos llorosos. Sus síntomas “catarrales” eran el preludio de la nueva estación. Con la llegada del buen tiempo, su organismo reaccionaba al polen invisible que empezaba acumularse en el aire y que hacía que sus ojos enrojecieran de lágrimas y su nariz gotease como si estuviera resfriado. Golpes de tos incontrolados, breves pero reiterados, completaban con sonoridad aquel cuadro de irritación y picores con el que presentía una primavera próxima. Semanas antes de que las flores se engalanaran de vivos colores, las pastillas y los aerosoles lo ayudaban a refrenar sus arrebatos por podarlas de raíz o huir a otras latitudes. Su sistema inmune reaccionaba precipitada y excesivamente contra los estímulos de una estación que la mayoría de la gente aguarda como una bendición. Sentía aversión primaveral que combatía con antihistamínicos y pañuelos, pero que no impedía que buscase la luz del sol cada día. Sus ganas de vivir eran más fuertes que cualquier alergia.