Estamos en esa extraña condición de «seres misteriosos», que vagan sin saber hacia dónde ni por qué. Estamos en esta cueva tan oscura, en la niebla más espesa, y solo alcanzamos a seguir la luz que al otro lado se divisa. ¿O no somos niños en un mundo creado a nuestra imagen y semejanza? ¿O no son las casas cabañas y las torres intentos de alcanzar el cielo? ¿Y las ciudades santuarios por donde vagar y refugiarnos? Ahí, en los callejones, es donde pensamos, y esperamos, y leemos. En los rincones de la ciudad, donde nadie nos advierte, precisamente porque hay ciudad. Se dice que las primeras ciudades se hicieron para honrar a los muertos, o para enterrarlos, ¿pero no será que así nos espantábamos a los espíritus? ¿No será que así nos escondíamos del hombre del saco o de quienes podían todavía hacernos daño? La ciudad es, también, lugar donde dormitar, y emboscarse, y replegarse, hasta decir abiertamente lo que uno piensa, sin temor a ser oído, pero para ser oído. ¿No es la ciudad lumbre en la oscuridad? ¿No es el Titanic luz en el silencio? Luz que va apagándose, pero que por lo mismo puede volver a encenderse. Este carácter de provisionalidad, de menesterosidad, de acompañamiento, no habría de dejarnos nunca. Habríamos de verlo en todas partes. Incluso en lo aparentemente más alejado, cerrado, eclipsado, abstracto. También en lo artificial, y precisamente más en ello.
Fotografía tomada por Clara Marta