Revista Cultura y Ocio

Azul, por Cristina Godefroid

Publicado el 29 agosto 2018 por Mauro Marino Jiménez @mauromj

Esta historia empieza con el plenilunio de enero, un día antes del eclipse de la luna azul.
Debían ser las dos de la madrugada cuando empecé a sentir los primeros signos de su llegada. Al principio, unos espasmos intermitentes me despertaban cada diez minutos pero enseguida se intensificaron convirtiéndose en brutales contracciones.

Cuando entré en el blanquísimo infierno de Saint Jean, una luz estrepitosa e incandescente se cernió sin piedad sobre mí. Los blancos uniformes, apenas despegados de la blancura mural, se movían de un lado a otro como siluetas de manos en un teatro de blancas sombras.
Con la lucidez atroz que otorga el dolor pensé en un mundo despejado de pensamientos. Un mundo interior semejante a aquel hospital diáfano, inhóspito y luminiscente.
Cuanto más pensaba en este mundo sin pensamientos menos pensaba en general. Y así, vacía mi mente de los nubarrones del entendimiento pude sobrevolar el dolor como un faquir sobrevuela las ardientes brasas. No pude mantener este vuelo todo el tiempo por lo que de vez en cuando caía al suelo como un animal recién herido y me levantaba enseguida con aspavientos de pajarraco desplumado. Volvía entonces a dar tumbos por los enlaberintados pasillos como una demente poseída por los demonios, agarrándome a todo lo que topaba por el camino e implorando clemencia a los dioses.

De pronto, una criatura blanca surgió de entre la blancura reinante como una nube pequeña desprendiéndose de otra superior. Pude distinguirla del resto del decorado por dos ojos verdes y unas pecas rojizas en su blanca piel.

    Venez madame, dijo rodeando mis hombros con su pecoso e incorpóreo brazo.

La seguí con la obediencia y docilidad de un becario en su primer día de trabajo hasta una habitación llena de cachivaches de plástico y pelotitas de goma.

    Puede utilizarlas para calmar el dolor, dijo la mujer con una sonrisa cuya blancura no pude distinguir de todo lo demás.

La tecnología uniformizaba todo sin piedad, tornando invisible la esencia de las cosas y silenciando su música interior. Un brillo metálico y violento se cernía sobre mí, sin contraste, sin misterio y sin expresión.
Ahora la enfermera de los ojos verdes empezaba a realizar movimientos circulares con sus caderas sobre una de las pelotas de goma y con la cabeza inclinada hacia atrás, respiraba profundamente.

    Vers l'avant, vers l'arrière. En haut, en bas. Un, deux, trois decía angélica, blanca y casi vaporosa al perro a cuatro patas en que me había convertido.

Tirada por los suelos medio desnuda aullaba en cada contracción a una luna halógena suspendida del techo raso como un sol solitario.

    Inspirez, expirez, se atrevió a añadir sin piedad.

Lo que ocurrió después fue inevitable. La placidez fantasmal de aquella mujer me resultó tan abominable que me lancé contra ella a puñetazos cuan animal asilvestrado. Quise componer insultos soeces seguidos de primorosas excusas pero solo alcancé a emitir un sonido estremecedor de bestia enjaulada. Me veía a mí misma como el grito ahogado de Inocencio X en la obra de Bacon pero sin el privilegio del azul y el negro. Una descomposición humana, frágil, retorcida, medio desnuda, a la que un foco de neón gigantesco enfocaba sin misericordia agudizando los detalles de su desgracia.
Desde la puerta de la habitación y guardando una prudente distancia del animal peligroso en que me había convertido, la mujer me había lanzado una de esas grandes pelotas a la que me agarré como si no hubiese un mañana.

    Pitié!, alcancé a balbucear abrazada a la pelota mientras me arrancaba los pelos.

Tras veinte horas de doloroso ajetreo, de un entrar y salir de profesionales del tacto y otras prácticas bárbaras, alguien anunció la hora tan esperada. Eran las once y diez cuando una de las criaturas fantasmales pegó un salto malabar sobre mi vientre mientras otra introducía un sacacorchos obstétrico en mis entrañas y mi pobre alma, si algo quedaba de ella, se me escurría por entre las piernas junto a un incontenible torrente de sangre. Mis ojos se pusieron tan blancos como los neones y cuando ya todo mi ser se había disuelto entre las luminosas tinieblas del luminoso infierno, un nuevo ser vino al mundo rasgando el aire con su lengua de fuego y con el ímpetu propio de los seres que empiezan a ser.

  • ¿Quién eres tú, ser que nunca fuiste y ahora vas a ser? Le había preguntado hacía un rato.
  • Azul, había respondido él desde muy lejos y muy cerca (desde la inmortalidad) y fue como si en una fracción de segundo el océano hubiese subido al cielo para instalarse en él, o como si el ser y la nada hubiesen perdido su dualidad para siempre jamás.

Cuando me lo pusieron encima, Azul era tan azul que era casi negro, como la sangre desoxigenada. Todo su cuerpo estaba cubierto de una oscura y lustrosa pelusa de tarántula. Sus extremidades se prolongaban hasta el infinito y los dedos de manos y pies habían sido configurados para trepar árboles de gran altura. De sus orejas brotaban pelos en punta como antenas parabólicas y en su cabecita una protuberancia oval dejada por la ventosa lucía como un majestuoso moño de emperador chino. A decir verdad, no pude reconocer inmediatamente esas moléculas egocéntricas y ambiciosas llamadas genes que aquel lestrigón y yo presuntamente compartíamos. Me sentía como esos personajes de viñetas que salen a pescar un hermoso pez y cuando creen que ha mordido el anzuelo un bello ejemplar, van y sacan una bota zarrapastrosa.

Cuando la camilla empezó a moverse, sus ojos cesaron de llorar y entonces se encontraron con los míos. En el tiempo de un instante, la luna pareció multiplicarse en el azul de sus pupilas y vi con toda claridad que allá, al fondo de la mirada lacrimosa del lestrigón, se intuía el prodigio de un plenilunio.
Durante el trayecto del paritorio a la habitación, escruté el fondo azul de los azules ojos de Azul. La luz desmayada de los neones intensificaba suavemente la claridad de sus pupilas y hacía tintinear unas estrellitas que andaban por allí dibujando un esbozo de granujilla en su mirada.
En esos mismos instantes, al otro lado del trazado rectangular de la estancia, más allá de la ventana, la luna se preparaba para penetrar en la sombra de la Tierra. Dentro de unas horas, el sol, la Tierra y la luna se alienarían formando un triángulo perfecto y desde uno de los vértices, nuestro planeta eclipsaría la luz azul de los rayos solares, dejando pasar únicamente la roja.
Fue así como aquella noche, en virtud de un misterioso desdoblamiento, Azul y yo nos convertimos en espectadores y actores del prodigioso espectáculo de una luna de sangre suspendida de un cielo muy azul casi negro.
Y cuando la luz de la habitación se apagó, vi como los ojos azules de Azul brillaban en la oscuridad.

***

Hoy han pasado seis meses y Azul y yo nos hemos hecho amigos.
Su pelo de tarántula ha desaparecido y en su lugar ha crecido una pelusilla dorada. Con excepción del dedo gordo del pie, el resto de las extremidades ya no se prolongan hasta el infinito y el moño exuberante de emperador chino se ha convertido en una dulce coronilla de huevo de pascua.
Todas las mañanas pasea en un cochecito victoriano con un revestimiento de lunares negros que provocan en él verdaderas carcajadas (tal vez se ríe de los gustos excéntricos de su madre) y aunque parece mantener conversaciones animadas con los puntos negros, me pregunto si al carecer de lenguaje el pequeño lestrigón, no los confundirá con los cuerpos celestes.

Yo que siempre he pensado que el sistema de la lengua no es la realidad misma y que las palabras como elementos clasificadores impiden la visión directa de las cosas, trato de observar el mundo a través de los ojos mudos de Azul. Suprimida la distancia que crea el lenguaje entre la percepción y el objeto percibido, el mundo sin verbos, sin colores, sin recursividad, sin números y sin conciencia histórica en el que él habita, me parece un lugar ideal para vivir. Un concierto de silencio.
Es así que he erigido en el centro de mi maternidad un observatorio espacial desde cuyas oficinas trabajo cada día en mi enmudecimiento personal (de ahí mi silencio estos últimos meses). Un templo de sacaleches, canciones, ositos, pañales, lavadoras y otras muchas reliquias en cuya bóveda estrellada hay siempre una gran luna azul que es en realidad un pequeño sol que brilla en la oscuridad.


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