Revista Cultura y Ocio

Bach es el hijo favorito de Dios

Por Calvodemora

Al principio fue el pecado, el peso hueco de la culpa, la baba oscura de los dioses. Luego se construyeron las catedrales. Una catedral se mide por el hambre y el padecimiento de quienes las construyeron y por la fascinación eterna que causa en quienes las miran desde afuera, embebecidos de pequeñez, convertidos en piezas de un mecano gigantesco que no se alcanzan a entender por mucho que crean o descrean. Yo me tengo por un descreído feliz y no albergo sustancia reprobatoria que me aleje de esa idea primaria, pero me inclino todo lo que puedo ante el asombro de las catedrales. Cuando las veo, pienso en el sufrimiento y en la injusticia, en Dios y en el hombre, en la fe y en su ausencia, en la vigilia de los siglos y en la absurda cuenta del tiempo. Y el hecho de que a veces estén cerradas conmueve más si cabe. Las catedrales no deberían cerrar nunca. Como si fuesen cajeros automáticos. Pienso en la belleza protegida, en toda esa opulencia cerrada al público, gobernada por el clero, que es un administrador ciego y torpe. No entienden lo que tienen a su cargo, no saben mucho más del templo en el que se postran que nosotros, incluso nosotros, los que no tenemos la homilía ni la derecha del Padre. Una catedral es una tentativa de infinito, un poema cósmico, un libro en el que caben todas las almas. El hecho de que existan justifica que haya Dios y la salvación sea el reclamo de las liturgias, que se obcecan en las mismas mecánicas frases. No hay frases, no debiera haberlas, debiera bastar el peso de las piedras, su volumen, la antigua nombradía de sus sombras y de sus luces. Anoche, escuchando a Bach, pensé en todas las catedrales del mundo. Bach es el hijo de Dios, su más adorado hijo, el primero y el elegido, una especie de Adán iluminado y fiel. Se escucha a Bach y se escucha la respiración de Dios. La música religiosa, la sagrada, la litúrgica de la
Misa en si menor, ennoblece mi espíritu, derrotado por el calor de julio, poco sensible últimamente. No sé si Bach ya estaba ciego cuando la compuso. Se dejó los ojos anotando las notas a la luz de un candil levísimo, dejó que la música fluyese por su cabeza y murió en la restitución de esa revelación, en la caligrafía de esa epifanía absoluta. A la puerta de todas las catedrales del mundo debiera haber un agradecimiento a Bach. Se inclinarían ante él todos los incrédulos del mundo. No hay ninguno que no sienta el esplendor de la música de Bach, él es el hijo favorito de Dios. Lo entendí anoche. Me vi solo, como alguna vez he estado, en una catedral, da igual cuál, hay alguna que me produjo más zozobra, la de Lugo, que probablemente no sea de las más reconocidas, pero ahí da lo mismo, uno hace suyas las catedrales, las convierte en una extensión de sí mismo, como si hubiese participado en su construcción, como si Dios le susurrara al oído trabaja, trabaja. En la oscuridad de lo insondable, Dios debe mimar a Bach. Le mirará y le dirá te amo, te amo, te amo. Una catedral es un cajero automático en el que no tienes que preocuparte del saldo.


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