Revista Cine
Programada fuera de concurso, en función especial, Escuela Normal (Argentina, 2012) es el tercer largometraje -aunque primero documental- de Celina Murga, de quien confieso no haber visto sus dos primeros filmes: Ana y los otros (2003) y Una Semana Solos (2007). En todo caso, ante la evidencia de la solidez de esta película documental, ya están anotadas sus dos primeras cintas de ficción en mi interminable lista de pendientes. Escuela Normal describe el ecosistema existente en la Escuela Normal número 5 de Paraná, la primera de su tipo creada por el prócer, político, militar y pedagogo Domingo Faustino Sarmiento a fines del siglo XIX. Se trata de una escuela pública enorme, histórica, a la que asisten más de un millar de niños que cursan nuestro equivalente de primaria, secundaria y preparatoria. El filme, de hecho, está centrado en un grupo de estudiantes secundarios -en México serían preparatorianos- que están por elegir la planilla del nuevo Centro de Estudiantes -es decir, a Consejo Estudiantil. Hay tres planillas en competencia, pero en realidad hay sólo dos con posibilidades claras: una, la "Bicentenario", dirigida por el tranquilo Santiago; y la otra, la "número 16", comandada por la inteligente y ácida Vicky. Antes y después de las elecciones y de sus resultados, vemos la planeación de las respectivas campañas, las discusiones en el interior de los equipos ("¿hablamos bien de nosotros en lugar de echarle mierda a los demás?") y cómo actúan los muchachos en sus respectivos salones de clases, cuando discuten el papel de la iglesia en la política nacional, cuando preguntan sobre el sistema de representación en el Congreso o cuando expresa Vicky su inconformidad por el sermón que les está endilgando una decepcionada maestra de literatura. (¿Dónde he visto esto antes?). Además de los muchachos y su bien definida personalidad, se erige en coprotagonista de Escuela Normal la incansable ""Macacha" -Adelaida Pastorini, jefa de preceptoras, dicen los créditos finales-, una especie de administradora, prefecta y coordinadora de maestros que lo mismo averigua qué profesor ha faltado a su clase, vigila si falta jabón en los baños de las niñas, agarra con las manos en la masa a unas muchachas que estaban llenando de agua unos globos -¿también en Argentina hacen esas guerritas?- y hasta le alcanza el tiempo para avisar que hay un perro suelto en tal o cual pasillo. Implacable señora. Escuela Normal termina con la inevitable ceremonia de fin de cursos y con una reunión en la que un grupo de venerables ancianitas, egresadas de ese centro escolar, comparten recuerdos, abrazos y discursos, en especial el de una centenaria mujer homenajeada que dice no tener palabras para agradecer tal distinción, pero, después, como toda buena abuelita, se suelta hablando y no hay quien la calle. Como los adolescentes politizados que acabamos de ver, esta señora ha de haber sido, en sus tiempos, una muchacha ingobernable. Un adolescente es, también, el protagonista de Snowtown (Australia, 2011), discutida opera prima de Justin Kurzel, basada en el caso real de John Bunting, el líder de un grupo de "vigilantes" y "ejecutores" de "lacras sociales" que torturó y asesino a más de una decena de víctimas durante los años 90 en la Snowtown del título, una pequeña población que se encuentra a un centenar de kilómetros de Adelaide, la capital de South Australia. Kurzel y su coargumentista Shaun Grant -basados en un par de libros sobre el caso de serial killers más famoso en Australia- privilegia la mirada del jovencito Jamie Vlassakis (el actor debutante y no profesional Lucas Pittaway), quien se convirtió en cómplice de John Bunting (impresionante Daniel Henshall) en su siniestra tarea de borrar de la faz de la tierra a toda la "basura" humana que pululaba en esos empobrecidos barrios repletos de white-trash australianos. Bunting es el nuevo novio de Elizabeth (Louise Harris), la madre de Jamie y de otros tres muchachos que ha tenido, uno entiende, con diferentes hombres. Jamie acepta con gusto a la nueva figura paterna y se comprendé por qué: el hombre, con una permanente sonrisa en el rostro, exuda seguridad y fortaleza. Hace de comer, impone disciplina y cuando se entera que un vecino fotografió desnudos a Jamie y a sus hermanitos, hace todo lo posible para echarlo del barrio por las malas o por las peores. Jamie necesita a alguien en quien confiar y más cuando su bruto hermano mayor, Troy (Anthony Groves), ha abusado física y sexualmente de él en varias ocasiones. Bunting forma un trío de "limpiadores" -al que luego se unirá Jamie para formar un letal cuarteto- que irá eliminando a todos esos indeseables, sin juicio alguno, sin oportunidad de defenderse: pederastas, exhibicionistas, drogadictos y, ya entrados en gastos, ¿por qué no ese muchacho retrasado mental al que nadie va a extrañar si desaparece?, ¿y por qué no a la esposa de uno de los miembros del equipo que ya sabe lo que está pasando? Y, claro, la cereza del pastel: ¿por qué no al abusón de Troy, al que se le tiene destinado una muerte sádica, lenta, brutal? Snowtown resulta, en esta ya famosa escena de la bañera, difícil de ver. Sin embargo, hay que señalar que, en general, la violencia es más sugerida que mostrada. Kurzel, su cinefotógrafo Adam Arkapaw y su editora Veronika Jenet han creado un intenso filme de horror contemplativo-expresionista, en el que la taladrante banda sonora de Jed Kurzel, el ocasional ralenti en el que se mueven los personajes, la galería auditiva de llamadas telefónicas de las víctimas a punto de ser asesinadas y la carismática presencia de Henshall mantienen hipnotizado/horrorizado al espectador. O, por lo menos, al espectador que ha escrito esto.