Revista América Latina

¡Bah! Hagamos todas las muecas que podamos

Publicado el 07 noviembre 2019 por Apgrafic
¡Bah! Hagamos todas las muecas que podamos'PARÁSITOS'. Los hermanos Ki-jung y Ki-woo robando wifi a los vecinos desde el baño de su semisótano.

Es odioso, pero hay que hacerlo. Al lado de mi casa tengo un vecino que vomita todas las noches. Cada vez que lo hace me pongo a temblar. Entonces todas mis noches son un constante temblor. No puedo evitarlo. Sus arcadas son tan brutales que mi cuerpo comienza a padecer por cuenta propia. Supongo que es por esa mímesis extraña del cuerpo, como cuando ves bostezar a alguien: entonces tú también bostezas. Pero hay una diferencia fundamental: no lo estoy viendo sino oyendo. Imagínate cómo debe ser oír alguien que pareciera vomitar como si se estuviera ahogando, como si realizara una performance catártica sin purificación, inhumana, que se repite siempre, casi puntualmente. Juro que uno tiene ganas de arrancarse las orejas pues el sonido lo atraviesa todo: es lo único de lo que no se puede huir. 

En Parásitos, a la familia de los ricos le sucede algo similar pero no con el sonido sino con el olor de sus empleados, es decir, de los pobres. Un olor que activa un gesto que es una bomba de tiempo: el gesto del absoluto desprecio. Después de la burla, dar señales de asco a una persona que apesta es una de las mayores ofensas, un verdadero atentado contra toda la integridad moral, social, psicológica del apestoso. El aseo es demasiado importante para el mono desnudo: determina la clase, la cultura, el estilo de vida que lleva. El olor, al igual que el sonido, es inmaterial; es decir, a través de su invisibilidad, resulta dinamita para la imaginación. No hay mayor gesto de desprecio que esa cabeza que se echa para atrás mientras arruga la nariz y entrecierra los ojos. Tal gesto puede contener el inicio de un apocalipsis: es lo que precisamente sucede en esta película. Y lo hace a través de un humor negro corrosivo como pocas veces se suele ver en el cine.  

No estoy en contexto porque es la primera vez que conozco a este director, pero la verdad es que cae demasiado bien. Joon-ho Bong es un cínico radical pero con encanto: entre broma y broma y personajes hilarantes, consigue la empatía inmediata con los desfavorecidos, y en algún momento tú crees que va a dejar de meter el dedo en la llaga pero no. Se mantiene vil hasta el final. Incluso en su cierre, cuando al desesperado no le queda otro refugio que la fantasía; ese último gran recurso. El director surcoreano nos señala con el dedo, nos dice cómo somos, cómo pensamos, cómo procesamos la estupidez de la gente de bien y la viveza de los necesitados; explora la eterna hipocresía humana —se regocija como un niño en ella— siempre disimulada para la subsistencia de la especie, para ahorrarnos, supuestamente, problemas que estarían de más… y, al mismo tiempo, nos parte de risa, cosa esencial ya que hace la película soportable: toda la comunidad cinéfila universitaria hemos dejado nuestras mandíbulas en el suelo de tanto reírnos. Sin embargo, la narrativa es tan hábil que, en un abrir y cerrar de ojos, tensa la cuerda hasta el otro extremo y la exterioridad de la carcajada se nos voltea por completo hacia adentro: nuestro rostro termina hecho un muñón por el espanto. 

¡Bah! Hagamos todas las muecas que podamos

Cámara lenta Full HD. La interacción entre el cine y los smartphones propuesta por el director es ingeniosa y ridícula, como si de la nada entráramos a un espacio publicitario o aconteciera un meme en pleno scroll. 

El uso que se les da a los celulares, la interacción entre los personajes a través de este medio es genial, nada delicada. Ilustra como nunca haya visto en un filme su dependencia y tiranía, por eso todo el mundo se ríe en la sala. Ahí estamos. Apenas iniciado el filme, el hijo de la familia pobre anda buscando desesperado conectarse al wifi de los vecinos, encontrándolo justo al lado del wáter... Pero que nadie se ofenda: estar en línea es la operación más natural del mundo: si no lo estamos, nos extraviamos. O lo que es peor: nos aburrimos. Más adelante, la cosa se pone delirante: comienzan a usar los celulares como si fueran las armas nucleares del hombrecito del norte, Kim Jong-un. Un video, una foto infraganti, una imagen después precionar el botón de Enviar puede ser una cuestión de vida o muerte. Es realmente curioso que la conducta y por lo tanto el destino humano esté determinado por un aparato de uso cotidiano que cabe en nuestros bolsillos, ¡quién lo iba a pensar! Solamente McLuhan. 

Creo que todos hemos percibido la película de la misma forma: más que con los ojos o el intelecto, Parásitos se consume con el cuerpo. O, mejor dicho, nos consume el cuerpo. Pienso que ahí reside el verdadero goce del lenguaje y su expresión: sea cinematográfico, verbal, sonoro…

Leo que el director dice no creer en el poder "transformador” del cine. Teniendo a la risa como aliada y coartada perfecta, la única salida parece ser la dominación del éxtasis y el asco; el relámpago y la náusea; el sol y el horror, tal y como lo demuestra Parásitos en toda su lucidez. Mientras tanto, tal como ironiza la película mediante la inclusión de un telégrafo hacia el final, nunca vamos a dejar de confundir nuestras ilusiones con realidades —no nos queda de otra, jamás nos dieron otra alternativa—, y nos entregaremos como siempre a la fantasía que ahora podemos materializar al instante en el espacio virutal, y lo primero que haremos al despertar cada mañana es ver quien nos ha enviado un mensaje al WhatsApp. 

Parásitos (2019), película surcoreana de Joon-ho Bong, ganadora de la Palma de Oro de Cannes, se proyectó durante la 5ta Semana del Cine de la Universidad de Lima


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