Revista Cultura y Ocio

Bang! – @JokersMayCry

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Los rosáceos dedos de la aurora despojaban lentamente al cielo de su velo de luto para que mostrara el rubor de su rostro y el haz de su mirada perfilara seis siluetas que se allegaban en estos momentos a un claro donde el vergel nacía alejado de la ciudad. Morrison permanece junto a Lancaster a un lado del claro; Evans hace lo propio con Anderson y London se sitúa en el centro mientras la señorita Dollymore corre de un lado a otro de la escena.
—¿Es que nadie va a detener esta locura, por el amor de Dios? —Grita Dollymore.
—¡Que te calles puta! —Protesta Lancaster.
—¡Un poco de decoro, señor Morrison! —Advierte Woods.
—Han mancillado vuestro honor y ese rufián habrá de pagarlo con la justicia que me conceda Dios —responde Anderson.
Lancaster blasfema por lo bajo antes de escupir al suelo mientras Morrison intenta darle ánimos y consejos.
—No disparéis hasta que estéis completamente seguro de acertarle. No os precipitéis.
—Le voy a meter la bala por el culo a ese meapilas de los cojones.
Dollymore se lleva dramáticamente la mano a la frente antes de fingir un desmayo. Todos van a auxiliar a la dama, excepto Lancaster.
—Señorita Dollimore, ¿os encontráis bien? —Dice Woods.
—Querida, no deberíais presenciar esta afrenta si tanto os amarga —Aconseja Anderson.
—Ayer no parecía tan delicada en la cama —observa Lancaster provocando escándalo en los demás—. Ojalá le pise una vaca —añade entre dientes.
—Juro que la vuestra no es forma de tratar a una dama y que recibiréis el castigo que os corresponde —amenaza Anderson.
Los caballeros levantan a la señorita Dollymore mientras le soplan la cara para darle aire y abanicarla de alguna manera.
—¡Deja de defender a esa furcia que se calló que estaba prometida contigo! Tratarla como se merece sería meterle la bala a ella entre pierna y pierna.
—¡Por todos los cielos, Lancaster! Soy tu amigo, pero tened un poco de tacto y meditad antes de hablar porque estas podrían ser algunas de vuestras últimas palabras —le grita su amigo Morrison.
Recuperada del desmayo Dollymore, London llama a los duelistas al centro del claro.
—Señor Anderson, ¿insistís pues en sostener que aquí el señor Lancaster le arrebató el honor a vuestra prometida la señorita Dollymore y que exigís justicia mediante el duelo ante vuestro testigo el señor Evans?
—Insisto —contesta solemnemente Anderson.
—Señor Lancaster, ¿aceptáis batiros en duelo contra el señor Lancaster para defender el propio honor ante vuestro testigo el señor Anderson?
—Acepto.
Anderson se muestra relajado, formal y se mantiene firme ante su adversario, cuya mirada centellea odio.
—Caballeros, ¿alguno desea confesar por si esta fuera su postrimería? —Pregunta London.
—Llego a esta encrucijada entre la vida y la muerte limpio de pecados, padre —contesta Anderson.
—Yo caería directamente en las llamas del Infierno si la palmara ahora —dice Lancaster.
—Así que queréis confesaros, ¿verdad? —Pregunta London.
Lancaster guarda un momento silencio. No es el católico más fervoroso, quizá sea agnóstico e, incluso, ateo, pero el miedo a que en realidad esté respirando por última vez, que haya algo más allá de la muerte que le suponga un castigo eterno por el simple hecho de no confesar, le llena de pavor y le atormenta en estos momentos. Así que acaba resolviendo confesar sus pecados y se aparta en busca de intimidad junto al padre London.
—Ave María Purísima —comienza Lancaster persignándose.
—Sin pecado concebido —añade London.
Guardan un momento de silencio.
—¿Empiezo a decir lo que se me ocurra o me vas preguntando tú? —Duda Lancaster.
—No, no. Hablad libremente, Lancaster.
—Está bien… Beth, Anna, Kate, la hija del carnicero que ahora no recuerdo cómo se llama, Caroline, Mery Parker, Mery Johnson también y las cinco putas que trabajan en el burdel: Justine, Nina, Danae, Fabiola y Danna.
—¿Sí, Lancaster? ¿Qué sucede con esas mujeres?
—Joder, pues eso padre…
—Estáis en confesión, no digáis palabrotas. ¿Qué sucede con esas mujeres? —Insiste London.
—Que me las he foll… Beneficiado… —Confiesa Lancaster.
—Olvidáis a la señorita Dollymore —apunta el padre London.
—London, nunca he estado con ella. Quiero decir… Sí, pero no.
—Explicaros, por favor.
Lancaster toma aire durante unos segundos intentando ordenar las palabras en su mente antes de responder.
—Estaba en una de las habitaciones del burdel. Ya sabes que hay habitaciones para estar con las putas durante una hora y otras para dormir como un viajero normal. Estaba muy borracho para volver a casa y decidí pasar la noche en una de esas habitaciones. De hecho, Justine iba a dormir conmigo, pero, cuando me desperté de madrugada, Justine no estaba a mi lado, sino Dollymore, que debía hospedarse en una de las otras habitaciones con Anderson.
London escucha atentamente con los ojos muy abiertos sin dejar de ocultar su sorpresa.
—A ver si lo he entendido bien, Lancaster. Estáis en este duelo por haber mancillado el honor de una señorita y resulta que nunca habéis conocido carnalmente a esa señorita. ¿Por qué no lo habéis negado?
—¡Venga, London! ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Que me tachen de cobarde? ¿Acaso alguien puede negarse a batirse en duelo por un asunto de estos? Si resulta que gano el duelo, Dollymore tendrá que casarse conmigo y ella es rica. Me solucionaría la vida.
—¿Pero por qué iba a meterse Dollymore en vuestra cama?
—Porque Anderson intentó comprarme hace tres semanas las pocas tierras que tengo para que pasara el nuevo ferrocarril por ellas. Le dije que esas tierras eran el único sustento de vida que tenía. Maldita sea, padre, el precio era un insulto —dice escupiendo al suelo airadamente—. Esa puta de Dollymore se ha metido en mi cama para que Anderson pueda retarme a un duelo y comprar las tierras al Estado por la mitad de lo que me ofreció.
—Os encontráis en una desgracia, Lancaster —responde London.
—¿Sólo yo? ¿Sabéis cuántos duelos lleva ese maldito cabrón en un mes? Nada más y nada menos que ocho sin contar este. Ocho tíos en una fosa que, casualmente, no quisieron vender las tierras. Y este duelo ha hecho que tenga que vender parte de mis bienes para poder hacerme con un maldito revólver, que ni siquiera sé si tiene óxido en el casquillo o el cañón torcido.
—Dios os confiera la fuerza para enfrentaros a este momento y, si Él quiere saldréis indemne. Seguro que tiene un plan que sea justo, Lancaster.
—Mira, padre. Dios sólo tiene un plan para todos nosotros: que nos muramos. El resto es cosa nuestra.
—Ten un poco de fe —contesta London—. Ego absolvo —concluye suspirando mientras hace la señal de la cruz.
Después de la confesión, regresan al centro del claro, donde London abre la caja que contiene los revólveres de cada uno de los duelistas. El resplandeciente, imponente y carísimo revolver con adornos de plata y oro blanco de Anderson y el empolvado, desgastado y viejo de Lancaster. Cada uno de ellos toma el suyo mientras London recuerda las normas del duelo.
—Bien, caballeros. Doce pasos largos de distancia partiendo espalda contra espalda. Los disparos serán realizados por turnos hasta que una de vuestras mercedes caiga sin vida al suelo. En caso de que la norma sea quebrantada, el testigo, situado a seis pasos cortos de su contrincante, dará muerte de un disparo al desleal duelista. ¿Todo en orden?
Los duelistas asienten. Se ponen espalda contra espalda y cuentan la docena de pasos largos para darse la vuelta. La primera luz de la alborada ya se extiende brillante sobre el rocío del vergel a la izquierda de Lancaster y a la derecha de Anderson para que ninguno cuente con la desventaja de ser deslumbrado por los rayos. Estiran el brazo apuntando a su contrincante. A Lancaster le tiembla el pulso, no sabía que una pistola pudiera pesar tanto y nunca ha disparado ninguna; Anderson mantiene la mano firme e, incluso, se permite el lujo de esbozar una leve sonrisa. Lancaster se obliga a disparar primero por temor. El tiro resuena en todo el bosque como si de un trueno se tratase y, tras la cortina de humo que exhala el cañón, puede vislumbrar que Anderson aún se mantiene en pie. “¡Mierda!” Piensa Lancaster, sin saber si el tiro se ha desviado para la derecha o para la izquierda, ni cuántos grados. Ahora Anderson está todavía más tranquilo, se toma su tiempo, mide la distancia, observa a través del cañón y dispara. La bala impacta en el brazo izquierdo de Lancaster, que lanza un grito de dolor.
—¡Su puta madre! —Grita Lancaster mientras vuelve a cargar el revolver torpemente a causa de la herida.
Respira profundamente. Piensa en no apuntar directamente a Anderson y desviar el tiro hacia la izquierda o hacia la derecha al haber comprobado que el cañón debe estar bastante desviado. “Joder… ¿A la derecha o a la izquierda? ¿Y cuánto? Me ha acertado en el primer disparo, en el segundo me dará de lleno y me matará. ¡Me cago en mi puta vida!”. Desvía ligeramente el cañón hacia la izquierda y dispara. A pesar del humo, sabe que el disparo ha pasado por la izquierda de Anderson porque éste se ha vuelto por acto reflejo la mirada hacia ese lado al sentir bufar la bala a su izquierda. A su maldita izquierda. Con tal desvío, se sorprende de no haber matado a London o a su testigo. Lancaster cierra los ojos y traga saliva sabiendo que ha realizado su último disparo. “Al menos, he confesado y no iré al Infierno. Puta Dollymore” se dice mentalmente. Oye el disparo y un terrible dolor en su pierna derecha le hace caer de rodillas mientras chilla de dolor. Anderson quiere que sufra antes de morir, se está burlando de él, de su puntería, de su vida, de este duelo y Lancaster ahora maldice que no sea el último disparo y, probablemente, tampoco el penúltimo. La sangre resbala por su brazo, que no puede doblar por una extraña mezcla de frío y ardor, y la herida de su pierna apenas sangra porque la bala ha quedado alojada en su interior. Siente el hierro en su carne como una brasa y ese fuego se extiende hasta el talón del pie.
—¡Levantad, maldito bastardo! —Grita Anderson.
Dollymore no puede disimular la sonrisa de satisfacción que tiene en su rostro y ha olvidado su papel de delicada dama deshonrada; London mira en estos momentos hacia el suelo sintiéndose impotente ante la situación; Evans, el testigo de Anderson, ya no se molesta en apuntar a Lancaster y Morrison aprieta los dientes mientras sigue sosteniendo su arma apuntándola hacia Anderson. Probablemente, el cañón del arma de Anderson aún esté más desviado que el de su compañero y no podría acertar el disparo ni a la ridícula distancia de algo menos de seis metros.
Lancaster carga tendido sobre el suelo el arma con el único brazo servible que le queda y se reincorpora entre gruñidos de dolor sobre un solo pie. El dolor crece, siente un ligero mareo por la pérdida de sangre, aún apunta más hacia la izquierda con la esperanza de que por fin impacte en Anderson, aunque sigue sin saber cuánto tiene que desviarse. Al disparar, el retroceso del arma le hace perder el equilibrio, provocando que todos sus esfuerzos por apuntar hayan sido en vano. Vuelve a caer al suelo al intentar apoyar la pierna herida ante la inestabilidad, pero siente una grandísima punzada de escozor que su cuerpo no resiste y vuelve al suelo.
—¡Levantad! ¡Levantad, os digo! —Grita Anderson.
Lancaster obedece ya sin pensar, se rinde al dolor y a la derrota. Reza por que sea el último disparo y que todo termine ya. El disparo le atraviesa el brazo derecho y vuelve a caer al suelo entre chillidos de dolor.
—¡Grita como si fuera un cerdo cuando le llega su Sanmartín! —Ríe Evans.
Lancaster no puede cargar el arma con dos brazos inutilizados. Ni siquiera puede dejar de retorcerse de dolor en el suelo, pero su cuerpo sigue con vida y, según las normas, el duelo debe seguir. Así que London se ve obligado a aproximarse a Lancaster, cargarle el arma, ayudar a levantarlo y ponerle el revolver en su mano para volver a alejarse. Lancaster empuña el arma con las dos manos, levanta los brazos con un esfuerzo sobre humano y ve que si dispara, volverá a fallar tras perder el equilibrio y caer al suelo para, probablemente, recibir un tiro en la única extremidad indemne que le queda. Una lágrima rueda por sus mejillas antes de caer en la hierba roja que tiene a sus pies, voltea el revolver apuntando hacia sí mismo entre espasmódicos temblores ante los llantos de su testigo Morrison.
¡BANG!

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