Revista África

Bangui. Ir a dormir con el miedo en el cuerpo

Por En Clave De África

(JCR)
Digamos que se llama Jean Pierre. Es juez en un tribunal de Bangui y le conocí el año pasado cuando asistió a uno de los cursillos que impartí sobre resolución de conflictos y .mediación. Llevaba varios días llamándole desde Libreville, donde resido ahora por motivos de trabajo, pero no me respondía. Pensé que tal vez no me cogía el teléfono al no conocer mi número y le envié un sms. Al cabo de pocos minutos me llamó él y comenzó excusándose: “Perdona, es que no acepto nunca una llamada de un número desconocido”.

Ser juez en la República Centroafricana es un oficio de altísimo riesgo. En un país sumido desde hace más de un año en el caos y la violencia, todos los días hay asesinatos, atracos a mano armada, violaciones y un largo sinfín de abusos de todo tipo que suelen quedar impunes por falta de un sistema de justicia que funcione. Fuera de la capital, Bangui, no hay magistrados, ni fiscales ni funcionarios judiciales. Viví ocho meses en Obo, capital de la prefectura de Haut Mbomou, y todos los días pasaba al lado de la cárcel, que era un edificio en ruinas situado enfrente de un caserón de madera cerrado a cal y canto en cuya puerta lucía un cartel que rezaba “Tribunal de Primera Instancia”. El jefe de la gendarmería, a quien solía ver con frecuencia, me dijo una vez que cuando sus subalternos detenían a algún sospechoso de haber robado o agredido a un vecino, lo único que podía era tenerle encerrado un día en un almacén al lado de su oficina y soltarle al final de la jornada tras haberle dado buenos consejos exhortándole a portarse bien. “A veces le llevo al cura de la parroquia, para que le dé una catequesis sobre los diez mandamientos antes de ponerle en libertad”, me dijo en una ocasión en la que tuve que esforzarme por no echarme a reir. Porque si no fuera por lo trágico del asunto, parecería de chiste.

Trágico, sí. Cuando hablé el domingo pasado con el juez Jean Pierre, me recordó lo ocurrido en Bangui a mediados de noviembre del año pasado, cuando un magistrado llamado Modeste Bria que había comenzado a investigar algunos de los crímenes cometidos por la Seleka (entonces en el poder en Centroáfrica) fue asesinado a tiros cuando cenaba en un bar en pleno centro de Bangui. Cada mes suele haber una evasión de varios reclusos de la prisión central de Gbaragba, situada en las afueras de la capital. Se sospecha que los guardianes, que llevan meses sin recibir su sueldo, colaboran en este tipo de fugas a cambio de recibir de los familiares de los prisioneros dinero, unas cervezas, o simplemente el favor de dejarlos seguir vivos tras haberles informado de que los compañeros de los reclusos que están fuera saben muy bien dónde viven.
“Todos los días, cuando llego a mi oficina del tribunal, me encierro con llave. Tengo miedo”, me dijo Jean Pierre al terminar nuestra conversación.

Entre paréntesis, cuando oído a algunas personas u organizaciones en África hablar contra la Corte Penal Internacional de La Haya y decir despropósitos como que es un tribunal racista que sólo juzga a los africanos, etc, etc… me gustaría que antes de hablar por hablar se dieran una vuelta por ciertos países africanos y se dieran cuenta de las condiciones extremas en las que los jueces tienen que ejercer su función. Además del ambiente de amenazas e intimidación en el que viven, tienen la desventaja añadida de viven en países donde el sistema penitenciario está por los suelos. En condiciones así, si no hay una instancia internacional que se ocupe de los delitos más graves en lugares donde la justicia no funciona, la impunidad seguirá siendo la norma.

Cuando terminé de hablar con el juez Jean Pierre, llamé otros amigos que tengo en Bangui.
Solange vive en el barrio de Bimbo. Solía ir a su casa con frecuencia, y allí le dejaba mi ropa, que me lavaba y planchaba de forma esmeradísima. Es viuda y tiene a su cargo a su madre muy anciana, tres nietos y no sé cuántos otros niños de su familia o de otros hogares. Me dijo que no duerme por las noches porque desde que la semana pasada tuvo lugar la masacre en la iglesia de Fátima en la que murieron 17 personas, una pareja de musulmanes vecinos suyos viven escondidos en el almacén donde guarda la leña y algunas herramientas. Solange les da de comer y les anima. Pero tiene miedo que si un día llegan las milicias anti-balaka a su casa y le registran las estancias, si descubren a los musulmanes podrían matarlos a ellos, y a ella por “traidora”.

Gervais trabaja con la Cruz Roja Centroafricana. Me dijo que lleva desde el pasado mes de diciembre acudiendo a los lugares donde hay episodios de violencia para recoger cadáveres y llevar a los heridos al hospital central. “Ahora no puedo comer carne. Si la pruebo, vomito”, me dijo. No necesité preguntarle por qué.

Omar es musulmán. Es uno de los mejores amigos que tenía en la oficina de Naciones Unidas, cuando trabajaba yo allí. Cuando se me terminó el contrato, me dijo que no me preocupara y que él me arreglaría el visado para que pudiera seguir trabajando en el país sin problemas. Me hizo este gran favor cinco veces, y sin tener que pagar yo nada. Vive en el barrio de Lakouanga, donde hasta hace poco los vecinos cristianos del barrio se esforzaron por proteger a los musulmanes de la violencia de los anti-balaka. Pero el pasado 29 de mayo , como venganza por la masacre de la iglesia de Fátima, los extremistas llegaron a su barrio y destruyeron la mezquita. Me contó que tiene miedo a salir de su casa para ir al trabajo, y que ya no sabe cómo seguir alimentando a las decenas de parientes que se han refugiado en su casa, pensando que al trabajar en Naciones Unidas no se atreverán a atacarle, y que comen gracias a su sueldo.

Cuatro amigos de Bangui que todas las noches van a dormir con el miedo en el cuerpo. No hay hoy en la capital centroafricana una sola persona que duerma tranquila. Nadie sabe hasta cuándo.


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