"A comienzos del siglo XVIII, Pedro el Grande de Rusia puso a todos sus súbditos en la terrible alternativa de raparse las barbas o de ir a la cárcel. Llevado por su afán de progreso y modernización, el gran rey no se daba cuenta de que las barbas constituían en su país la única prenda de abrigo con que podía arroparse el pobre, ni de que, aun las más decorativas, desempeñaban siempre allí funciones esencialmente utilitarias. Cada barba rusa venía a ser algo así como la bufanda, el tapabocas o el embozo de su dueño, y, al disponer el rasurado de sus vasallos, fue como si el rey modernizador los hubiera obligado a todos a desnudarse, exponiéndolos, sin defensa alguna, a los crueles fríos del círculo polar. De ahí el crecido número de pulmonías que hubo entonces en la recién fundada San Petersburgo y de ahí también el que, como reacción, las siguientes generaciones rusas le hayan jurado al barbero un odio tan implacable."