Revista Cultura y Ocio

Barcelona, ciudad sin ley (I)

Publicado el 04 septiembre 2014 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Desembarcamos.

Barcelona tenía una aureola anaranjada que podía verse flotar en el ambiente y que yo no recordaba. Los optimistas decían que era contaminación lumínica, los pesimistas replicaban que todo aquello era polución, y la gente, al final, aceptaría, como siempre, un fifty-fifty sin plantearse mucho más.

Dos años antes, habíamos escapado de la península en pos del sueño rural; agobiados de la masificación, de la gente, del engaño de la casa fuera de la metrópolis, del mundo más allá del estrés constante que sufríamos día a día. No solo nosotros, sino la mayoría de nuestros amigos y conocidos, en realidad.

Sin embargo, en la misma medida descubrimos rápidamente que en todos lados cuecen habas y, en este caso, que el sitio no te moldeará a ti, sino que tú debes luchar contra el lugar e intentar adaptarlo a tus necesidades, si bien la pelea por volverte un tipo tranquilo y taimado inmerso en una capital de provincia es una batalla frente a la pequeña reyerta de clicks que supone hacerlo en un pueblo perdido de setenta habitantes (al final, es tomárselo con calma y adaptarse, o intentar vivir en modo urbano y pegarse un tiro de aburrimiento).

Migración peninsular, en proceso.

Algo así, pero sin la abuela del sombrero grimoso.

Como habrás comprobado hasta aquí, esto es una mezcla rancia entre escena de film noir y refranero castizo. O algo así. Vamos, una joya. ¿O no? A continuación, verás que, para el que suscribe, la ciudad es una mierda en la medida en que lo son los pueblos. Que todo tiene una parte buena y una parte mala, y que así como esta primera entrada sobre Barcelona va dirigida hacia lo malo, la siguiente (quizá) irá por otros derroteros, o volverá hacia los pueblos profundos de Mallorca, o de Cataluña, o yo que sé.

En otras palabras, al susodicho, o sea a mí, le gustan cosas de la ciudad y cosas del campo, y hay cosas de la ciudad que odia y cosas de los pueblos que detesta; es decir, que tiene un problema chungo para decidir donde vive cada cuatro días y, probablemente, si estás leyendo esto, tú también tengas un montón de problemas. Como todos.

Pero volviendo al tema que nos ocupa…

El motor del Ford rugía cansado a última hora de la tarde. En su interior, cientos de bártulos, una pareja menos agobiada que durante su primera experiencia, tres perros y dos gatos, salían (relativamente) puntuales de un barco sin excesivos problemas ni miramientos, y se lanzaban a las calles cercanas a la estación marítima. Allí, otro coche esperaba impaciente, dispuesto a recoger un paquete: uno o dos perros que estaban terminando por asfixiar al resto de ocupantes en los escasos trescientos metros recorridos quemando rueda y peleando por su espacio vital. (Sí, parece ser que ellos también tienen esa burbuja que les hace sentir cómodos o incómodos, y hechos un siete —rollo Tetris— no suelen tranquilizarse, sino todo lo contrario.

El retorno lo tengo bastante menos nítido que la ida, aunque sé que fue aburrido de cojones, y que nos pasamos pegando botes en el mar durante siete de las ocho horas de viaje en barco. O sea, con el estómago dando vueltas sobre sí mismo y con los emparedados intentando quedarse pegados a las paredes estomacales sin mucho éxito.

Finalmente, estábamos de vuelta en Barcelona. Por temas de trabajo, principalmente, y no sabíamos si nos iba a salir bien la jugada. Sin entrar en detalles —porque no me da la gana—, sabíamos que allí no podíamos mantenernos en el mismo sector y que, antes o después, debíamos plantearnos volver y empezar a reunirnos con clientes que, de algún modo, exigían nuestra presencia constante en la península.

Una vez aquí, ambos comprobamos algunas diferencias que parecían tontas pero que, tras dos años, nos hacían sentir como pez fuera del agua. Muchas de ellas, aún hoy, nos hacen sentir lo mismo (cuando ya hace casi un año de la vuelta), y quería compartir algunas de las mismas antes de que se me olviden. Y, sinceramente, preferiría que eso no ocurriese.

Sin embargo, también hay pequeñas cosas que echas de menos de un sitio. Normalmente, aquellas que jamás creerías, pues a menudo ni tan siquiera creías que te gustaran. En mi caso, tuve que luchar contra mi propia cabezonería para admitir que aquello que más añoraba era el exceso de luz artificial.

(Continúa.)


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