Revista Cultura y Ocio
Durante un tiempo solo escribía en los bares. Llegaba solo, pedía un café o una cerveza y elegía una mesa apartada, desde donde pudiese ver el entrar y el salir de la gente. En principio no iba con algo sobre lo que escribir. La única disciplina en la que confío es la improvisación. Nada mejor que dejarse llevar, pedir que el viaje sea largo y no saber a qué lugar se va a llegar ni cómo. No he dejado de funcionar de esa manera desde entonces. En este mismo blog, al que acudo a diario desde hace siete años, escribo también a ciegas. La luz va llegando conforme el texto va cuajando. A veces acaba el texto y no hay luz a la vista, eso es cierto. La ventaja de no saber de qué escribir hace que todo sea más divertido. Uno abre todas las puertas y permite que entre todo el mundo. La literatura (o lo que salga de todo eso) es una especie de casa compartida. Los bares hacen las veces de casa. Los clientes, que son soberanos mientras paguen su consumición y no alboroten, los que saben a qué han ido, entran solos y salen con una servilleta emborronada. Yo las guardaba y luego las pasaba a limpio. Me di cuenta de que no me agradaba nada de lo que había enmarañado allí. Líneas sueltas, trozos muy breves, fragmentos. Luego probé a llevarme un libreta de anillas, una pequeña, pero esa previsión me incomodaba. Saber que la libreta estaba allí, a mi disposición, impedía que escribiese libremente. De un modo que no sabría explicar, hasta eso de no saberme explicar me entusiasma, notar el peso de la libreta en el abrigo, imaginar que acabaría usándola, me hacía eludir la escritura. Todo debía ser mucho más improvisado. En ocasiones me tiraba una hora en el bar, alojado en mi rincón, sin esperar a que nada relevante se produjese, cuando se producía el prodigio. El numen, como un pájaro revolucionario, me contaba lo que estaba pasando y yo, embelesado, en trance, transcribía. Al numen no lo conozco. Viene cuando lo desea. Creo que viene más cuando me ve trabajando. La palabra trabajo no cuaja mucho en esto de escribir. No creo que sea un trabajo, pero exige la misma disciplina que el más duro de ellos. Hay días en que pienso que no voy a escribir nada y cumplo a rajatabla con esa pequeña e inofensiva promesa. Casi nunca me levanto con la idea de que va a ser un día de escritura rabiosa, abundante, febril. De hecho no ha habido muchos de esos días, ni imagino que vaya a haberlos. Me pregunta K. si voy a seguir hablando sobre la escritura en lugar de escribir realmente. Le hago ver que esta metaescritura es lo que me apetece hacer ahora. Es como si hiciese balance de mí mismo y cogiese la escritura como bisturí con el que abrirme y ver qué ahí adentro.
Dejé de escribir en los bares sin que se notase. De pronto un día advertí que había abandonado esa feliz costumbre. Supongo que mi vida de ahora no se deja querer por los bares como antaño. Entonces vivía en ellos. Tenía uno para cada momento espiritual por el que pasase. Uno para los alegres y festivos; otro para los entristecidos y grises; uno más para los neutros, los que no revelan ninguna circunstancia relevante. Prefería los tristes. Está siempre la cabeza pidiendo tristeza para que salga un texto rotundo. En los días alegres, en esos en los que el mundo gira más armónicamente y el cuerpo obedece cada pequeña orden que le das, los bares no servían para escribir: eran bares de amigos, de rondas y de chanzas. Siguen ahí, acuartelados en mi memoria, todos los que visité y en los que me sentí feliz. Hay amigos que no sé ubicar en otros sitios que no sean una barra o una terraza. Algunos están siempre con la cerveza en la mano, fumando, contando cómo les va la vida y cómo no les fue nunca. De ellos guardo recuerdos imborrables. Incluso hay algunos a los que sigo tratando y con los que no he vuelto a frecuentar bares como entonces. No hay nada que esté ahora escribiendo que sea extraño para ellos. Saben que todo fue así y hasta podrían haberlo escrito ellos mismos y yo estar haciendo de lector. No tengo amigos que escriban. Le pedí a algunos que lo hicieran, pero tenían otras prioridades. La de leer es la más razonable. A K. le parece que es escritor cada vez que se mete en faenas lectoras. Dice que, leyendo, oficia de censor de quien escribe. Le aplaude, le reprende, le duele que no haya optado por otra vía que, en su opinión, favorecía más a la intención del texto o a su trama o las dos juntamente.
He leído en bares hasta parecer hosco. Prensa, libros de poesía, novelas, ensayos. La lectura, en los bares, se alimenta de lo que la rodea. Como si hubiese pequeños vasos comunicantes entre el libro y la realidad y uno se atuviese a lo que dictamina el otro y viceversa. Un bar, a poco que se le conceda ese rango de residencia, es un teatro en el que todos cumplimos un rol y ejecutamos, sin percatarnos, una obra. Recuerdo un libro en particular (Lolita, Vladimir Nabokov) que lo empecé en un bar y lo terminé en el mismo apenas una semana más tarde. Una parte considerable la despaché en mi casa (una de soltero, previsible y cómoda), pero cuando más me enfangaba en la vida perversa de Humbert Humbert y en sus delirios galantes era en ese bar de Priego de Córdoba, en una esquina a la que casi había estampado mi nombre y en donde, invariablemente, esperaba a que acudiesen los amigos. Las uvas de la ira, la inmortal obra de Steinbeck, la leí a bocados, sin conciencia de que se iba acabando demasiado aprisa, en un bar de San Fernando, en la gloriosa y añeja prestación del servicio militar. Releí Moby Dick, del que ayer Bruce Springsteen, en una entrevista de prensa, decía que era uno de sus libros favoritos, en parques, en bares, en bibliotecas, mientras esperaba que mi hija (pequeña entonces) saliese de su academia de baile. Tarde a tarde, Lucena se llenaba de ballenas y el Pequod surcaba las calles con el capitán Ahab oteando el horizonte como si se acabara el mundo. Algunos años anduve así, paseando libros, ocupándome de mis hijos, en sus tareas extraescolares, en mis andanzas librescas, peatonales.
Hay una poética de los bares, una a salvo del rigor del tiempo. En ellos, aparte de mi discurrir voluntarioso, de mi apetencia espiritual y espirituosa, se ha fraguado gran parte de la gran literatura. No digo ahora nada del cine, de cómo las películas han colocado a los bares en el centro exacto de la trama. Como si fuese el mismísimo corazón de las tinieblas el que bombease vida o muerte o las dos y el origen del mundo fuese una barra o una mesa en la que tres amigos discuten sobre la inmortalidad o sobre las tetas de Madonna. Pienso ahora en Paul Auster, acodado en una, fumando. Ya no se fuma en los bares, ya no dejan. Han eliminado con el photoshop de las leyes una de esas imágenes perfectas que rondan la creación, le pese a quien le pese, que consiste en una nube de humo elevándose, haciendo virutas en el aire espeso y turbio de un bar. En esta poética de los bares está Paul Auster y está el estanco maravilloso de Smoke, que no es un bar pero hace las veces de bar y cumple con creces ese cometido.