Barry Eichengreen Project Syndicate
Las quejas de los efectos inflacionarios de la política monetaria no cesan de aumentar, pese a que apenas hay asomo de inflación en los Estados Unidos. Las economías que están reduciendo su retraso con un rápido crecimiento están esforzándose denodadamente para no verse arrastradas por un torrente de entradas de capitales. Ha habido destacados encargados de la formulación de políticas, que buscan urgentemente soluciones substitutivas del averiado sistema monetario de los Estados Unidos, que han llegado hasta el extremo de hablar del regreso al patrón-oro.
No estoy hablando de 2011, sino de 1964. No es la primera vez en que nos encontramos en esta situación.
En 1964, eran las economías de Europa, que crecían rápidamente y seguían reduciendo su retraso respecto de los EE.UU., las que gritaban contra la Reserva Federal. Según sostenían, a consecuencia de una política americana imprudentemente expansionista, se veían inundadas con financiación importada. Los EE.UU. estaban “exportando inflación”.
Los funcionarios americanos replicaron que las entradas financieras reflejaban el subdesarrollo de Europa en materia de mercados de capitales. El problema de la inflación en Europa era una consecuencia de la renuencia de sus bancos centrales a aplicar una política mucho más restrictiva y de la vacilación de los países europeos a la hora de dejar que se apreciaran sus divisas, que reflejaba su ya antiguo compromiso con un crecimiento orientado a la exportación.
Plus ça change, como dirían los franceses.
Lo que los franceses en la época del general Charles de Gaulle decían, en realidad, era que se debía abandonar el dinero de circulación forzosa a favor del patrón-oro. En ese caso los EE.UU. estarían sujetos a la disciplina de una política más restrictiva, pero los franceses nunca explicaron exactamente cómo se podía hacer el restablecimiento del patrón-oro o cómo se plasmaría en estabilidad económica y de precios, en vista de la inestabilidad de los mercados del oro y las desastrosas consecuencias del patrón-oro –y, en particular, en Francia– en el decenio de 1930.
Dicho de otro modo, el debate era tan confuso y complicado como actualmente. Su único efecto positivo fue el de lanzar una iniciativa para reformar el sistema monetario internacional. Así, pues, ahora que el Gobierno francés –¡ellos otra vez!– se ha comprometido a hacer de la reforma monetaria internacional el núcleo de su Presidencia del G-20 en 2011, conviene recordar el cuento ejemplar del decenio de 1960.
En aquella época, la diplomacia monetaria internacional estaba centrada en la creación de una nueva forma de reservas internacionales, lo que llegaron a ser los derechos especiales de giro (DEG) del Fondo Monetario Internacional. La idea consistía en que, al emitir DEG, el FMI brindaría un medio substitutivo de acumular dólares a las economías que estaban reduciendo su retraso e intentaban acumular reservas. Los EE.UU. ya no podrían acumular deficits de la balanza de pagos “sin sufrir”. Se podría frenar la política americana sin privar de liquidez a la economía mundial.
El intento fracasó completamente. Los derechos especiales de giro nunca llegaron a ser una atractiva opción substitutiva del dólar, pues sólo eran un modesto complemento de los dólares y otras unidades nacionales de uso internacional. Como no tenían confianza en el FMI para que asumiera las competencias de un banco central mundial, sus miembros establecieron obstáculos muy fuertes a la creación de DEG. Tampoco se desarrollaron mercados privados con instrumentos denominados en DEG, lo que, a su vez, limitó su atractivo para los bancos centrales.
El otro centro de las negociaciones en el decenio de 1960 fue el intento de aumentar la flexibilidad de los tipos de cambio. Las propuestas al respecto –como reacción a la aparición de superávits crónicos en Alemania e Italia y déficits crónicos en los EE.UU.– atrajeron la atracción cada vez más, una vez que las negociaciones sobre los derechos especiales de giro se consumieron en 1968.
Pero, como había otros países que habían disfrutado de dos decenios de crecimiento impulsado por la exportación gracias a haber vinculado sus divisas con el dólar, había renuencia a cambiar algo que iba bien. Aunque el FMI, en un importante informe sobre los tipos de cambio de mediados del decenio de 1970, hizo suyo el principio de una mayor flexibilidad, no ofreció ideas nuevas para lograr que los países avanzaran en esa dirección ni propuso nuevas sanciones contra los que se resistieran. Los desequilibrios internacionales siguieron aumentando hasta que el sistema se desplomó estrepitosamente en 1971-1973.
Las recientes alusiones del Gobierno francés sobre su programa de reforma para 2011 indican que, al contrario de las elucubraciones anteriores, el núcleo de sus iniciativas no será la atribución de un papel más importante a los derechos especiales de giro. En cambio, el gobierno de Sarkozy procurará crear mecanismos para gestionar la transición a un sistema monetario internacional en el que el dólar, el euro y el renminbi desempeñen papeles mundiales relevantes.
Se trata de un paso adelante, que refleja las enseñanzas reales ofrecidas por la Historia, pero los franceses no han indicado que vayan a pedir la aplicación de sanciones a los países con superávits crónicos que no ajusten sus divisas. La inexistencia de esas sanciones fue la deficiencia decisiva del sistema original de Bretton Woods y sigue siéndolo del nuestro... no por casualidad denominado Bretton Woods 2.
Sin sanciones para vigilar los desequilibrios mundiales, ese paso francés adelante nos situará a medio camino sobre un abismo enorme. En el aire, sin suelo firme abajo ni impulso suficiente para llegar hasta el otro lado, no es donde debe estar la economía mundial.
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Tomado de Project SyndicateUna mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización