Vladimir Acosta
No hay duda de que el paso del tiempo les suaviza a los hechos sus rasgos y texturas, haciéndolos tersos y hasta neutros, y sobre todo digeribles; logrando así que lo que en su momento provocó fuertes reacciones se termine aceptándolo más tarde con familiaridad, resignación o indiferencia. Eso ha pasado con las bases militares que Estados Unidos ha ido implantando por décadas en esta América que con orgullo llamamos Nuestra, pero que en verdad más parece ser suya, aunque no nos demos cuenta. Porque esas bases, incrustadas en nuestros territorios por voluntad del Imperio yankee con la servil complicidad de muchos de nuestros gobiernos, han dejado con el tiempo de causar la alarma o indignación que provocaron al principio, dado que, por su permanencia en esos territorios nuestros, han terminado por parecer parte del paisaje.
Bien, quizás echar una atenta mirada a ese paisaje nos ayude a refrescar un poco la memoria; y de paso nos muestre también algunos cambios recientes e importantes que lo están modificando en buena parte, pero por supuesto, para nada en favor nuestro.
Empiezo por Centroamérica, que más parece colonia directa o extensión territorial de Estados Unidos que conjunto de pequeños países soberanos. Estados Unidos mantiene el control político de sus gobiernos serviles, y poco a poco, desde hace unos años, aumenta el control religioso por obra de la creciente penetración del pentecostalismo estadounidense.
Honduras, el más servil de todos, es sede de la enorme base militar Palmerola o Soto Cano, que dispone de un súper aeropuerto para uso de militares yankees que ahora se dice para apoyo humanitario. Pero en los pasados años 80, esa base fue el principal centro de operaciones militares de Estados Unidos en Centroamérica, dirigidas a ahogar en sangre las luchas que en esa década llevaron a cabo los pueblos de Nicaragua, Guatemala y El Salvador para librarse del dominio imperial gringo. Inútil recordar ahora los crímenes de la Contra nicaragüense y las horrendas matanzas cometidas en Guatemala y El Salvador por sus propias tropas, dirigidas y armadas por Estados Unidos.
Aunque las tuvo, Panamá no requiere de bases militares pues salvo breves momentos de dignidad, ha sido y es él mismo un protectorado yankee desde la “independencia” que le consiguió Estados Unidos en 1903. Hace poco, el gobierno de Biden prohibió al gobierno panameño recibir ayuda de médicos cubanos para enfrentar la gravedad de la actual pandemia.
Guantánamo, en la libre y heroica Cuba, es la base militar más vieja, porque es eterna e indispensable para mantener el control estadounidense del Mar Caribe, como le dijo Mahan a su gobierno al iniciarse el siglo XX. Esa base no cambia de dueño ni de conducta y ha sido y sigue siendo centro yankee de crímenes, torturas y muertes fuera de cualquier control y al margen de todo derecho humano.
En Sudamérica, Colombia, servil protectorado de Estados Unidos dirigido por sucesivos gobiernos títeres y criminales: Uribe, Santos, Duque, cuenta con siete bases militares gringas, varias apuntando a Venezuela. Hubo, sí, discusión sobre esas bases y el Congreso colombiano las declaró ilegales, pero el gobierno las impuso cambiando formalmente su status, convirtiéndolas en casi bases, lo que viene a ser lo mismo. Estados Unidos entra y sale de Colombia como Pedro por su casa. Con la reciente provocación armada colombiana en la frontera apureña y la respuesta militar venezolana, llegaron a la zona aviones militares yankees trayendo helicópteros “colombianos” de guerra que acababan de ser reparados en Estados Unidos. ¡Vaya! ¡Qué coincidencia!
En Ecuador durante la Segunda guerra, Estados Unidos convirtió a Baltra, una de las islas Galápagos, en base militar, construyó un aeropuerto y exterminó las iguanas. Tuvo luego una base costera en Manta, siempre sobre el Pacífico. Vencido el contrato, Correa no lo renovó y Estados Unidos debió dejar la base. Pero sigue intrigando para recuperarla o para volver a controlar las Galápagos.
Estados Unidos tiene en la Triple frontera, sitio estratégico, una base que dice combinar lo militar y la lucha contra la droga con lo ambiental; y, al parecer, otra base similar en Argentina.
A propósito de esto hay que mirar lo nuevo: el abandono o transformación de las bases viejas, y la aparición de las nuevas que no parecen bases y que para Estados Unidos son más sencillas y mejores. En efecto, las bases viejas solo sirven para escenarios de guerra en que se requieren locales, soldados, armamento, carros y misiles. Además, son costosas, un ataque puede dañarlas y costarles muchos muertos. Así que en el caso usual de países “amigos” en los que los ataques son improbables y solo se busca espiar y controlar todo a bajo costo, esas bases ya no sirven. Dan la idea de ocupación imperial, de invasión imperialista, lo que suscita rechazo, y además, en tiempos de paz, los soldados, ociosos, se muestran siempre racistas, agresivos y violan a las mujeres.
Las bases nuevas resuelven eso. No se definen por la guerra sino por la paz. Su objetivo es defender el medio ambiente. Ayudar en casos de inundaciones, terremotos y erupciones volcánicas. Proteger a la población. Para eso bastan pequeños y prácticos locales. Y los ocupan científicos, no militares. Por supuesto, científicos que son además espías de batas blancas que estudian las riquezas hídricas, botánicas y zoológicas. Buscan robar el saber indígena. Establecen buenas relaciones con sus sociedades y las corrompen. Lejos quedan la arrogancia y torpeza de las Nuevas tribus y el Instituto lingüístico de verano. Con la tecnología actual esas bases que no lo parecen reúnen información y la envían de inmediato a las instituciones yankees de que dependen. Y en caso de emergencia militar, en instantes les llegan en aviones los soldados armados que requieren para “poner orden”.
Ese es el nuevo modelo de bases y el Imperio ha estado instalando muchas de ellas. Con los nombres científicos que tienen no es fácil ubicarlas ni identificarlas. Y varias estudian también plagas, bacterias y virus. O sea, que pueden diseminar enfermedades con facilidad utilizando animales, plantas y ríos. Y conviene recordar que, en décadas pasadas, Estados Unidos, experto en uso de armas biológicas en sus guerras y ataques contra países, lo ha hecho en Corea, en Vietnam y más recientemente en Cuba.
De esas nuevas bases la más reciente e importante es la llamada NAMRU 6 (Naval Medical Research Unit Six) que, como base científica, se instaló en Perú y actúa en la cuenca amazónica, teniendo su principal centro en Iquitos, puerto amazónico peruano. Es, pues, una Base de Investigación Biomédica de la Marina de Estados Unidos sembrada en Perú, experta en identificar amenazas infecciosas, por ahora la única en América Latina; y el número 6 significa que hay otras 5 bases anteriores, de las que la 3 se instaló en Egipto y la 2 en Indonesia, a la que por cierto el gobierno del país expulsó ya por sospechosa.
Así que es importante tener esto presente a ver si eso nos hace prestarle más atención al paisaje nuestro que esas bases militares modifican, y tomar conciencia de que, ya sean las viejas o las nuevas que no parecen serlo, se trata siempre de bases extranjeras que afectan nuestra soberanía. Sin olvidar que en esta América Latina quien dice base extranjera dice Estados Unidos, porque ningún otro país ni siquiera ha intentado tenerlas.
Por desgastado que esté, el Imperio estadounidense es siempre creativo al tratarse de guerrear y someter a países débiles como los nuestros. En eso no descansa, y si queremos defender nuestra soberanía no deberíamos confiarnos ni seguir viendo como parte normal de nuestro paisaje algo que lo corrompe y que absolutamente no lo es.
Tomado del diario Últimas Noticias.
Historiador y analista político. Moderador del programa “De Primera Mano” transmitido en RNV. Participa en los foros del colectivo Patria Socialista
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