El anciano sabe que se muere y lejos de sentir temor aguarda paciente por la barca de Caronte que cruzará su alma a la otra orilla del río Aqueronte. Solo espera que el viaje sea rápido y sin dolor.
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Suspira satisfecho. Hace tiempo redactó su testamento y designó a su sucesor. También escribió sus memorias y se preocupó por exaltar sus servicios a la Patria. No le queda nada por hacer. Todo está en orden. Pide un espejo y arregla sus cabellos en un intento por disimular la delgadez de su rostro. Ensaya una sonrisa a los que llegaron para despedirse y sin saludar los sorprende con una pregunta lanzada a bocajarro:
“¿os parece que he representado bien esta farsa de la vida?”.
Todos lo miran con asombro, pero antes de que puedan responder les pide en griego lo que los actores a su público al acabar una comedia:
“si os ha gustado, batid palmas y aplaudid al autor”.
Voltea hacia su esposa con esfuerzo y le toma la mano.
“Livia, vive y recuerda nuestra misión; adiós”,
le dice como única despedida. Un instante después, Cayo Julio César Octaviano Augusto muere en los brazos de la mujer que compartió sus sueños y ambiciones, la que lo sostuvo y empujó para que acabara la obra que imaginó luego de que la vigésimo tercer puñalada desgarrara el cuerpo de César. El imperio romano.
Augusto fue un hombre ambicioso a la vez que práctico. Dirigió con astucia el tránsito de la república al imperio y gobernó su extenso territorio por cuarenta y un años ininterrumpidos. Se dice que la máxima festina lente[1] rigió sus actos y moderó su ambición sin aplacar un ápice su determinación. Sabía lo que quería y tuvo la suficiente racionalidad, paciencia y frialdad –cuando no crueldad- para conseguirlo.
Su estrella comenzó a brillar en el firmamento romano tras el crimen político de su tío-abuelo, Cayo Julio César. La aristocracia senatorial creyó que, desaparecido César, podría revitalizar la república de los patres, pero ésta había sido herida de muerte en épocas de los Graco y, debilitada por los que pretendían imponer un gobierno autocrático, cursaba una lenta agonía plagada de guerras civiles.
En su testamento, César lo nombró su principal heredero y lo adoptó como su hijo. La muerte de aquél lo impulsó a continuar su obra y si bien al principio no fue más que un actor de segundo orden entre los que decidían el futuro de la república, no se arredró y tejió alianzas coyunturales que duraron mientras necesitó de ellas y que traicionó sin remordimientos cuando ya no les fueron útiles.
No tuvo empacho en cambiar de bandos y de aliados cuantas veces lo creyó conveniente. Al principio, se asoció a los senadores republicanos –logró embaucar al propio Cicerón- para combatir al líder cesariano Marco Antonio. Luego no dudó en romper esa alianza y tejer una nueva con Antonio para enfrentar a aquellos y derrotarlos en Filipos. No le tembló el pulso para ordenar la proscripción y ejecución de los asesinos de César y de los enemigos del nuevo régimen. En la purga, Cicerón murió a manos de los soldados de su archienemigo Antonio. Al fin, tras la desaparición de la amenaza republicana, se enfrentó a Antonio y a su amante, Cleopatra, y los derrotó en Actium. Había despejado el horizonte de rivales y enemigos. Había llegado a la cima del poder.
Con todo, su prudencia se sobrepuso a su ego. No sería rey. Los romanos odiaban la monarquía al punto de asesinar a los que añoraban su regreso. Por eso urdió una nueva forma de gobierno que no excluía del poder –al menos en lo formal- a la aristocracia senatorial. El principado. Un poder temporal, como el de los magistrados republicanos, que renovó para sí mismo sin interrupciones hasta su muerte, despreciando esa temporalidad. Se convirtió en princeps, primus inter pares, y durante los años que duró su imperium concentró en su persona el poder de las distintas magistraturas en una solapada autocracia.
Como príncipe de Roma, llevó a cabo una ardua tarea. Dictó leyes en pro del matrimonio y la maternidad en un intento por recrear la antigua moral resquebrajada durante las guerras civiles; promovió las artes y apoyó a los artistas; expandió las fronteras a confines nunca antes alcanzados y pacificó las provincias; hizo de Roma una capital bella y lujosa, restauró templos y construyó magníficas estructuras sin escatimar mármol ni lujos:
“me encontré una ciudad de ladrillo y la dejé de mármol”,
pero se cuidó muy bien de no vivir en un palacio y nunca dejó su casa del Palatino.
Autócrata frío y sagaz, resistió la tentación de caer en excesos innecesarios, a diferencia de algunos de los emperadores que le sucedieron. Eso no le impidió ser inflexible con los que obstaculizaban sus planes y no dudó en ordenar ejecuciones y destierros, como el de su propia hija acusada de conductas reñidas con su legislación moral.
Impuso una nueva forma de monarquía y fundó una dinastía, pero lo hizo de manera que los romanos no lo notaran. Con el nuevo régimen, la oligarquía que había gobernado la república perdió terreno. El pueblo, en tanto, simplemente cambió de amo. Sin embargo, unos y otros aceptaron su gobierno cansados de tantos años de derramamiento de sangre romana. Había logrado la tan ansiada paz después de más de un siglo de guerras con los pueblos bárbaros y entre ciudadanos romanos.
El 19 de agosto del año 14 A.D., cuando a punto estaba de cumplir setenta y siete años, el princeps de Roma murió en Nola. Había logrado lo que se había propuesto. Había fundado un imperio.
Autor: Gustavo César Vera para revistadehistoria.es
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EVERITT, ANTHONY, Augusto, el primer emperador, Ed. Ariel 2008
FRASCHETTI, AUGUSTO, Augusto, Alianza Editorial, 1999
ROLDÁN, JUAN MANUEL, Césares, Ed. La Esfera de los Libros, 2008
SUETONIO, Los Doce Césares, Ed Globus, 1994
V.V.A.A., Vidas de los Césares, Ed. Crítica, 2009
[1] Apresúrate lentamente
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