Revista Talentos

Beatricia: Capítulo 2 —Una cárcel en ruinas—

Por Majelola @majelola

Beatricia: Capítulo 2 —Una cárcel en ruinas—

Liena deambulaba al azar, maltratando los adoquines con su andar furioso. A medida que la decepción era sustituida por la tristeza, aminoró la marcha. Se dio cuenta de que la gente la miraba al cruzarse con ella. Se secó las lágrimas con un pañuelo de papel y lo arrojó manchado de tizne a la papelera. No lloraba en público desde el día que enterraron a su padre. La misma tarde del funeral, una vez en casa, su madre y ella se enzarzaron en una escandalosa trifulca. Marcela, fuera de sí, la responsabilizó de la muerte de Jesús. "Peleamos por tu culpa", escupió sin inmutarse. La cruel sentencia se incrustó en su cerebro como el filo de un hacha; el dolor le restaba bríos para rechazarla, y desde entonces asumió su culpa con la forzosa clau- dicación de un reo a perpetuidad. Con el tiempo acabó por repar- tirse la carga del pecado con su madre, concluyendo que tuvieron parte las dos, lo cual no evitó que desarrollase una gran aversión hacia su progenitora. Según crecía, identificaba mejor las mani- pulaciones, los lazos con que su madre asfixiaba a sus víctimas. Así que ahora, una vez reunido el valor para liberarse, lo último que haría sería volver con ella.

Al menos no tendría que vagar por calles solitarias ni esperar el autobús en el intercambiador durante horas de roerse el coco. Todo Alcalá parecía estar fuera de sus casas, y muchos locales de ocio no bajarían el cierre hasta la mañana, si lo hacían. Los ojos amarillentos de las farolas alumbraban la ciudad vieja, el antiguo barrio comercial judío ―con sus vetustas columnas desgastadas― y el pavimento romano vuelto a extender sobre el cemento que ya antes cubría el original. Allí se rompían tacones y la lluvia encontraba espacios para encharcarse. Dolía el adiós a las calles de su infancia, a las nubes rosas del atardecer que besaban los tejados, a la carraca de las cigüeñas en los campanarios, a los soleados paseos junto al río, a tantos momentos que no se repetirían en mucho tiempo. Quemaba, más que dolía, interrumpir su historia en aquel lugar del mundo que tanto la había enseñado a amar. No podía pensar en la ciudad sin recordar a su padre, como tampoco podía representarse a su padre sin evocar Alcalá.

Sin haberlo decidido, acabó en la plaza del Palacio, donde tenía lugar una exhibición de artes marciales. Reparó en un cartel que enumeraba todas las actuaciones previstas: en La Galera se representaba una obra interpretada por un grupo local; la función empezaba a las 23:00. Bajó la calle Santiago para salir a Libreros.

En la confluencia con la plaza Mayor, un hombre de unos 40 años tocaba el violín. Liena se paraba a escucharlo muchas veces, preguntándose cómo era posible que un artista así tocara en una esquina por un poco de calderilla. Algunas cicatrices en su rostro sugerían una vida tormentosa. Los ojos grandes, semicerrados, abrían al final de cada pieza su mirada opaca, sin esperanza, una mirada acostumbrada al vértigo permanente. En sus facciones convivían la bondad y el cansancio. La extrañó verlo allí, no solía tocar por las noches, para protegerse él mismo y a su violín remendado, la más preciada de sus escasas posesiones. La música se mezclaba entre los viandantes, luchaba con el griterío, se encaramaba a los balcones y se perdía en las veletas. Allí arriba con los ojos cerrados el violinista dominaba el mundo. Eran pocos los que sabían distinguir el talento. Ella le dejaba cinco euros en el estuche del instrumento y él sonreía dando las gracias e inclinando la cabeza. Liena deseaba que existiera un reino de ángeles, donde por fin encontraran la felicidad los que nunca se habían tropezado con ella.

El pasacalle irrumpía en la plaza de Cervantes. En un extremo del rectángulo ajardinado, los niños participaban en las actividades que se habían previsto para ellos, acompañados de sus mayores. En el extremo opuesto, el Quiosco alojaba a una orquesta que desgranaba melodías para un nutrido grupo de parejas de baile. En las papeleras quedaban restos de pancartas de las tres manifestaciones que habían precedido la fiesta, que denunciaban los recortes en sanidad, educación y prestaciones sociales. Tomó la calle Colegios hasta la esquina del Parador, y allí giró a su derecha para enfilar Santo Tomás de Aquino, donde a un par de minutos en línea recta se hallaba el teatro. En la mitad de ese recorrido desemboca la travesía de San Julián, un pasadizo que transcurre entre un muro del siglo xvii y la valla de la Facultad de Filosofía. Al otro lado se encuentra el aparcamiento de La Paloma. Al cruzar por allí se le echó encima un joven que apestaba a vodka.

―¡Hola, hola!... ¡Qué preciosidad! ―dijo con la voz gangosa. Ella se asustó y trató de esquivarlo abandonando la acera.

―¡Espera, mujer! ¿Tienes un cigarro?

―¡Uy, qué rancia! ―El beodo la agarró del brazo.

―Ya te he dicho que no fumo. ¡Suelta! ―repitió ella, sacudiéndose.

―¡Bueeno vuapa! ¡No te pongas asín! ―Soltó una risita―. Anda, te invito a una copa ―la arrastró al callejón―. No tengas tanta prisa, mujer, la noche es joven y tú me gustas, ¿sabes?

―Arrimó su cara a la de Liena, que estaba contra la pared, y su aliento le produjo arcadas―. Anda, dame un besito..., uno chiquitín, chiquitín... ¡Ups!

Oyó voces apagadas que llegaban desde la entrada principal del teatro y el portazo de un coche al fondo del aparcamiento.

Medio oculta en la sombra, sentía miedo, y aún más asco y rabia. La empujó contra la pared, sujetándola por el cuello, y se inclinó enseñando la pastosa y maloliente lengua. Ella recordó algo que había visto en Youtube y deslizó las manos entre los brazos del chico, juntándolas frente a su cara en actitud de oración.

―¿Vas a rezar? ―preguntó sorprendido, con un respingo.

No le dio tiempo a decir nada más. Liena despegó las manos y se las descargó de golpe en las orejas, a la vez que le aplastaba los ojos con los pulgares. Acto seguido le propinó un rodillazo en la entrepierna que lo dobló. Echó a correr hacia el teatro, dejando al agresor en el suelo aullando de dolor y gritando puta. Ni siquiera se volvió a mirar. Por fortuna, no tuvo que esperar en taquilla; la función era gratuita y estaba a punto de comenzar.

―Tranquila, chica ―le dijo el encargado de la puerta al verla resollar―. Llegas un pelín justa pero quedan asientos.

Escogió la butaca más alejada de la puerta que encontró libre y silenció el móvil, que marcaba las 23:16. No creía que el borracho la viera entrar, bastante tenía con agarrarse las pelotas, pero no estaba de más tomar precauciones. Tenía que pensar dónde pasar la noche. El incidente la había puesto más nerviosa de lo que ya estaba, y no le apetecía seguir dando vueltas. Se acomodó lo mejor que pudo en el asiento y cerró los ojos; necesitaba descansar y tranquilizarse. Echó en falta el pañuelo de Esteban que perdió en la carrera. Una lástima, pero no saldría a buscarlo; no con ese tipejo encabronado rondando por allí.

Antes que teatro universitario, La Galera fue capilla de la antigua cárcel de mujeres, en la época en que llamaban así a este tipo de establecimientos. Tenía un aforo aproximado para cien personas y una cúpula semicircular que se alzaba sobre el presbiterio. La capilla colindaba con la zona penitenciaria, a la que se podía acceder por un portón metálico acerrojado. El paso estaba restringido debido al estado ruinoso del edificio carcelario y pese a que la sección inmediata a la antigua capilla se mantenía aceptablemente en pie.

Los actores, que impostaban la voz y evolucionaban en el escenario, suscitaban a menudo risas entre el público. A mitad de espectáculo tuvo ganas de ir al baño. No vio a nadie en el vestíbulo y tampoco en los servicios. Al volver se demoró inspeccionando el recinto; era la primera vez que entraba y, sabedora de su antigua función, sentía curiosidad.

Se topó con la puerta de la cárcel, una gruesa plancha de hierro gris con tres cerrojos alineados: uno arriba, otro abajo y, el más grande, cuyo perno medía tres palmos, en el centro. Experimentó una emoción repentina, un fuerte impulso de descorrerlo y mirar. El pestillo estaba engrasado y cedió con suavidad. Con el pulso acelerado espió el pasillo, que seguía desierto, y antes de que la vieran se deslizó en la penumbra entornando el batiente tras de sí.

Al principio veía con dificultad. Se encontró en un pasillo ruinoso con tres pisos de celdas a ambos lados. Por el fondo se filtraba algo de luz: era la salida a un patio, ya sin reja. Puertas macizas sellaban los habitáculos; algunos estaban abiertos y relativamente limpios, y en las paredes todavía era posible leer las palabras que las antiguas reclusas habían escrito. Algunos calabozos tenían ventanuco, pero la mayoría carecía de esa nimia abertura. En el panel izquierdo de cada reducto sobresalía un altillo de obra para acoplar un jergón. En una de las celdas inferiores había uno liviano e informe, y parecía relleno de paja. Consideró por un instante la eventualidad de pasar allí la noche, pero enseguida lo descartó como una idea descabellada; era evidente que semejante antro no invitaba al descanso. Era capaz de recrear con detalle a las desdichadas autoras de las pintadas, y hasta le parecía escuchar sus conversaciones. Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar la vida entre aquellos muros, un día tras otro, mes tras mes... Quizá algunas reclusas, o muchas, habrían muerto allí. Barajó las posibles circunstancias que marcaron su fatal destino. De pronto la atmósfera se enrareció, en las piedras reverberaban susurros atormentados de otros siglos, el aire se volvió pesado, el espacio, agobiante.

Desde el patio de butacas llegaron apagados los aplausos. Era la ovación final. Tenía que volver antes de que algún empleado viera el cerrojo descorrido. Como mínimo le caería un buen rapapolvo. Con todo, eso era mejor que, achacando el incidente a un descuido, el susodicho lo reparase, dejándola encerrada. No le apetecía dar explicaciones, pero mucho menos quedarse atrapada en un lugar tan siniestro; la sola idea ya era perturbadora. Se dispuso a abandonar la galería de inmediato, preguntándose por qué diablos se habría metido allí; no le convenía llamar la atención. En realidad sabía muy bien por qué lo hizo: por lo mismo de siempre, su curiosidad. Era el impulso más determinante en su vida; en la expectativa del descubrimiento su alma vibraba de emoción y el mundo adquiría sentido; la curiosidad la hacía sentirse viva, única; era el estímulo para seguir adelante cuando todo lo demás fallaba.

Tropezó con algo al salir. Enseguida vio que no era algo, sino alguien lo que cortaba el paso. La densa plancha metálica y los aplausos amortiguaron su grito. De la penumbra emergió la silueta de un hombre encapotado. Llevaba un sombrero parecido al que usaban los pilgrims de Nueva Inglaterra. El intruso apoyó el dedo índice en sus labios y Liena palideció.

―¡Chist!.. Si no me equivoco, esta prenda te pertenece ―dijo el extraño tendiendo la mano con el pañuelo de Esteban.

Las rodillas de la muchacha se aflojaron. Pensó en cómo huir: únicamente podía correr hacia el patio.

―No será necesario ―se apresuró a advertir él, adivinando sus intenciones―. Solo he venido a devolverte el pañuelo..., querida Liena.

―¿Cómo?... ¿Cómo sabe mi nombre? ―Le faltaba aire.

El hombre adelantó un paso y una franja de luz le cruzó la cara. Ella retrocedió de forma instintiva. El rostro triangular estaba en parte camuflado por una barba corta y poblada en torno a unos la- bios hermosos que sonreían amables. Los ojos oscuros destilaban experiencia, y de la nariz podía decirse que era proporcionada y algo sinuosa. De su atuendo llamaba la atención todo; en especial, el sombrero de color naranja a juego con una corbata que imitaba una pajarita de papel. La capa reposaba sobre unos anchos hom- bros y le llegaba a las pantorrillas; de un lado la llevaba vuelta hacia atrás dejando ver el forro de seda, también naranja. Debajo, asomaban una levita y pantalones de un gris muy oscuro. En la mano derecha, que aún sostenía el pañuelo, lucía un gran anillo, un sello de metal precioso con signos que no se distinguían bien. Desde luego el tipo no pasaba inadvertido. Si estuvo cerca en el momento de la agresión, como sugería el hecho de que el pañuelo estuviera en su poder, ¿cómo es que no lo habían visto? Y sobre todo: ¿por qué no intervino?

―¿Quién eres? ―preguntó Liena, un tanto aliviada por la amigable actitud del hombre―. ¿Qué haces con mi pañuelo? ― Se lo arrebató de un tirón.

―Te seguía, en cierto modo.

―Bueno, me pareció que tenías problemas, pero no me dio tiempo a actuar; te defiendes de maravilla. Creo que lo has dejado estéril.

El hombre se quitó el sombrero y hundió los dedos en su pelo castaño, apartándolo del rostro. Sus gestos eran pausados y armo- niosos.

―Me llamo Merilio ―dijo sonriente―. Merlenio Merilio, para ser exactos. Un placer ―dijo ofreciendo la mano. Ella la rehusó.

―¿Qué clase de nombre es ese? Nunca lo he oído. Suena a mago de leyenda.

―Bueno. ―Lo tomó sin más por un chiflado―. Vale, pues encantada. Ahora tengo que irme, ¿okey? Que te vaya bien. ―Se dirigió a la salida con urgencia.

―El autobús no sale hasta las cinco. ―La joven retrocedió.

―No tengas miedo. Yo sé muchas cosas, no solo de ti.

―¿Te ha contratado Maica para gastarme una broma o qué?

―¿Maica? ―Soltó una carcajada―. ¡No! Ella no me conoce... todavía.

La curiosidad podía jugarle una mala pasada. Hubiera dado cualquier cosa por desvelar el misterio, pero de repente volvía a estar muy nerviosa, casi histérica. Deseaba marcharse de inmediato.

―Tal vez llegues antes por allí ―dijo el presunto chiflado se- ñalando el patio, que comenzaba a inundarse de un vapor áureo. Poco a poco la tibia luminosidad penetró en el corredor. "Fuegos artificiales", pensó la chica. Pero no escuchaba la traca, y además en tal caso la luz tendría que llegar de modo intermitente, a fogonazos.

―No esperaba que me creyeses por las buenas.

―Digamos que te ayudo a verlo.

―Vale. ¿Y de qué se trata?

―Verás, esa puerta ha dejado de ser la de antes por un tiempo breve.

―¿Cómo lo sabes? ¿Te has asomado?

Necesitaba averiguar quién era aquel hombre, de dónde salía y por qué estaba allí; y sobre todo por qué conocía tantos detalles sobre ella. ¿Tendría su madre algo que ver? Tenía la sensación de estar exhibiendo el alma en su presencia. Se sintió mareada, como si llevase horas dando vueltas y más vueltas en el mismo sitio.

―¿Por qué será que no me extraña? Te manda mi madre para darme un escarmiento. Es así de retorcida.

―No, no. Tampoco tu madre tiene parte aquí, ella no sospecha lo que vas a hacer. No te cree capaz.

―Esto no puede estar pasando ―dijo llevándose una mano a la frente.

―No estás soñando, si es lo que crees.

―En Galicia te encontrarán ―aseveró, cambiando de tema. Ella lo miró perpleja―. Conozco un lugar magnífico para esconderte, y en estos momentos me encamino hacia allí. Puedes acompañarme si quieres.

―Y, suponiendo que accediera a irme a donde sea con un completo desconocido, ¿qué lugar es ese?

―Beatricia ―repitió escéptica―. ¿Y dónde está eso?

―En ningún mapa. Por eso allí no te encontrarán.

―Está más allá del miedo, más allá de la tristeza, más allá de la rabia, más allá del orgullo, más allá, incluso, del amor. Pero no lo sabrás hasta que llegues allí.

―¿El camino es peligroso?

―Complicado, no te mentiré. Habrá que sortear dificultades, pero te prometo que merece la pena.

―Porque en él la gente descubre su verdad y se atreve a vivir con ella. Aunque no lo creas, eso convierte a Beatricia en la tierra prometida de millones de peregrinos.

Una perspectiva tan intrigante acallaba en ella la prudencia. Si existía un lugar así, era el escondite perfecto y nada tenía que perder. Por otro lado, sospechaba del tipo. Parecía inofensivo, pero lo más plausible era que le motivara alguna finalidad perversa.

Todo lo que escuchó después le pareció interesante, y pese a las reticencias, algo la impulsaba a confiar en él. Era una decisión tan arriesgada como tentadora.

―Tienes unos minutos para pensarlo ―dijo el supuesto mago―, te avisaré cuando se acabe el tiempo.

Liena se acercó a la puerta del patio, que seguía bañada en un denso resplandor, pero no se veía nada, más allá de la bruma. Hizo ademán de salir para inspeccionar, pero el encapotado se lo impidió.

―Debes estar segura. Una vez cruzado el umbral, no podrás regresar hasta pasado un tiempo.

―El que tardes en encontrar el camino de vuelta.

―¿No bastará con volver sobre mis pasos?

―No, porque el paisaje habrá cambiado. Aquello la asustó.

Permaneció quieta junto a la luz. Merilio era honesto, le adver- tía. Su voluntad luchaba con la curiosidad y el temor. Casi siem- pre vencía la primera. El hombre se retiró al fondo del pasillo y se dedicó a leer los grafitis de las antiguas presas, mientras le daba vueltas a su anillo distraídamente.

Pasado el tiempo de reflexión, volvió donde estaba Liena.

―¿Y bien? ―preguntó, aunque intuía la respuesta, pues la chispa que poco antes vio en sus ojos se había extinguido.

Aceptó la negativa con una inclinación de cabeza. Se hizo a un lado, y dejó el paso libre. La joven, con una pesadumbre que no acertaba a explicarse, caminó despacio hasta la puerta del teatro. Agarró el perno y se frotó la cara, quizá para convencerse de que estaba despierta. En ese momento escuchó una voz a su espalda, y no era la del mago.

―Tal vez deberías aceptar la invitación.

―Papá ―dijo palideciendo y con un hilo de voz. Se dio la vuelta.

Él la miró con dulzura, y su mano etérea le acarició el pelo. Los ojos de Liena se humedecieron. Merilio contemplaba la escena en silencio. Las lágrimas cedieron ante el asombro, y el aparecido habló:

―Mi adorada niña... la oportunidad que se te presenta es un gran regalo.

―¿Existe Beatricia, pues?

―Nunca estuve allí. ―Sonrió con tristeza―. O tal vez estuve muchas veces sin darme cuenta.

―Has de decidirlo tú, pero, si te atreves, que el amor sea tu guía.

Liena se secó las lágrimas y sonrió a su padre. Él la besó en la frente; fue apenas una caricia de aire frío. Y se desvaneció. La muchacha se volvió hacia el hombre del sombrero naranja.

―A veces la imaginación nos muestra lo que en verdad quiere nuestro corazón.

―¡Si te lo he dicho! ―Protestó afable―. Solo que no deseas entenderlo.

Ella se quedó callada. Examinó el lugar donde estaban y se detuvo en la puerta llena de luz. Tensó la mandíbula y apretó el puño.

―Lo he pensado mejor, y acepto.

Era la una de la madrugada. El encapotado se acercó al patio, que refulgía como el oro, y aguardó a que ella recogiera su mochila y se pusiera a su lado, junto a la puerta.

Merilio se quitó de la muñeca un reloj de pulsera que no había visto antes, y giró la ruedecilla lateral. "Menuda antigualla ― pensó la chica―, aunque le pega". Ya no se veían apenas relojes de cuerda, pero reconoció que este era muy peculiar: en vez de números, tenía en la esfera media docena de figuras geométricas de distintos colores. Una vez alimentado el mecanismo, el singular cronógrafo volvió a la muñeca de su propietario.

―¿Preparada para tu gran aventura?

Ella asintió con firmeza. Merilio se calzó el sombrero, respiró hondo y, tomándola de la mano, exclamó con voz potente:

De la obra Beatricia: © María Jesús López Laderas

Ilustración de portada: ©

Depósito legal: M-14149-2016

Diseño de la colección: Absurda Fabula

Maquetación: Rojo Pistacho


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