A manera de pequeño regalo, iré poco a poco dejando aquí el prefacio y los tres primeros capítulos de Beatricia, con ánimo, no lo niego, de incitarte a proseguir el viaje.
Un rastro de virutas parpadeó en el aire y quedaron dos figuras al esfumarse las trizas: una muchacha y un hombre. Ante ellos se dilataba una inmensa arboleda en la que titilaban mares de hojas encendidas. Escuadrones de luciérnagas repartían a sus plantas gotas de luz amarilla, y en lo alto las estrellas se arremolinaban en caracolas azules. Una pequeña luna buscaba el amparo de otra más grande, ambas tan blancas y graciosas que recordaban a una yegua y su potrillo.
―Yaso y Nuno ―dijo el mago señalándolas.
El suelo estaba compuesto de piedrecitas doradas que reflectaban la claridad del bosque. Era noche, mas tan luminosa y plácida que diríase un bello atardecer. Liena recogió un puñado de tierra.
―Ni mucho menos. Nos encontramos en el Bosque del Capricho. He estado aquí en muchas ocasiones, pero siempre es como verlo por primera vez. ¿Sabes?, cambia de aspecto con cada persona que lo visita. He de felicitarte, ¡se ve magnífico!
―¿Felicitarme? Un momento...
―Bueno, esto no tiene mayor importancia ―la interrumpió―. He de decirte que en este lugar siempre es de noche. En este aspecto hay pocas variaciones de un viajero a otro. Como intuyo lo que vas a preguntar, te aclaro que yo soy un mero acompañante.
―Levantó las manos a la altura de las orejas, mostrando las palmas, y añadió―: No intervengo en el diseño.
Ni siquiera en sueños Liena recordaba haber contemplado algo semejante. ¡Y Merilio afirmaba que ella había colaborado! "Pues, si esto va a ser así, me apunto para siempre". Tratando de aplacarse, exploró el entorno; no había senderos a la vista, necesitarían un machete o algo similar para avanzar en la espesura y ninguno de los dos lo llevaba. Claro, que tal vez el mago podría sacarlo del sombrero.
―¿Eso qué significa exactamente? Yo no conozco el camino.
―Lo conocerás cuando lo recorras.
―¡Venga, hombre, no te quedes conmigo!
―Pero no hay camino, todo está virgen.
―¿Acaso la realidad que buscamos no se abre siempre paso con un deseo?
―Eres un flipado, ¿lo sabías?
―Si deseas un camino y no lo encuentras... ¡ábrelo tú misma!
Ella cerró los ojos y trató de imaginar qué tipo de camino prefería. Poco a poco se fueron abriendo senderos en la maleza, hasta un total de tres.
―¡Formidable! ―exclamó el mago―. Ahora tendrás que elegir uno.
―¿No se supone que el guía eres tú?
―Y lo soy, pero elegir el camino es cosa tuya.
―Yo te acompaño, te aconsejo, te protejo. No impongo, ni decido, ni haré en tu lugar nada que debas hacer tú.
―¡Pues vaya un guía! ―refunfuñó ella.
―Lamento mucho decepcionarte, pero no hay opción, la manera de hacer el camino es inseparable del camino, ¡y del caminante!
―Podías haber insistido más en los detalles.
―Bueno, de nada sirve darle vueltas. Estás aquí y has de elegir. Como te he dicho antes, no hay mapas; para llegar a Beatricia hay tantos caminos como caminantes. Mejor dicho: hay más de lo primero que de lo segundo, como estás viendo. Aquí mismo tenemos tres.
Liena se acercó a la vereda recién surgida, a un tiro de piedra de donde estaban, y vio un indicador de flecha en el que podía leerse: Desierto de la Soledad. El título no la seducía. Caminó junto a los matorrales hasta el segundo arriate, y allí encontró un nuevo cartel que decía: Río de las Lágrimas. Eso le resultaba menos atrayente aún. Avanzó un poco a su izquierda, donde el tercer sendero lucía su enseña. Allí, escrito con letras negras, decía: Abismo del Ángel. Buscó en el rostro de su acompañante algún signo orientativo, pero no lo halló; repasó los carteles y descartó los dos primeros, aunque el último también le planteaba dudas: si bien la palabra ángel le resultaba atractiva, abismo, en cambio, le suscitaba inquietud. Culpa de su vértigo. Desde un par de años atrás lo sentía más intenso. Al principio los médicos diagnosticaron un problema en el oído interno, pero en los análisis practicados no hallaron alteraciones orgánicas. Ella lo achacaba todo al continuo estado de tensión en que vivía, el cual había acabado por minar sus nervios. Cada día se sentía más insegura en todos los aspectos. No le extrañaba por eso que el miedo de caer al vacío fuera una consecuencia más de su inestabilidad. Tal vez, en este mundo extraño con dos lunas y bosques encendidos, los abismos fueran diferentes, y hasta quizá lograra vencer su fobia a las alturas. Eso estaría bien.
―¿Qué te parece este? ―preguntó.
―Bueno, no estoy muy convencida. ―Hizo un gesto de resignación―. Pero... alguno hay que elegir, y elijo este.
El hombre asió el sombrero por el ala, y con un gentil ademán invitó a la joven a precederle. Caminaron un buen rato sin hablar, dejándose atrapar por la belleza del paisaje e intercambiando alguna que otra observación, sonrisas y exclamaciones de asombro.
―¿Puedes decirme al menos si el camino será muy largo?
―Eso depende también de los otros caminantes y, mucho, de ti. Sin saber por qué, aquella respuesta le hizo pensar en su casa, en sus padres, en sus amigos, en Maica..., a la que en ese momento se negaba a catalogar. "Depende también de los otros caminantes y, mucho, de ti". Liena comenzó a sentirse mal, y empujada por un desánimo insidioso descendió sin darse cuenta hasta las mazmorras de su conciencia, allí donde se encadenaban sus secretos temores, donde languidecían su inocencia y su alegría. ¿Y si se había precipitado? Tenía que estar muy loca o muy desesperada para aceptar una invitación así, nadie en su sano juicio se iría con un desconocido a ninguna parte. Al final iba a tener que darle la razón a su madre: "¿Es que no sabes hacer nada a derechas? No se puede confiar en ti. Si tu padre levantara la cabeza, vería que eres un auténtico fracaso".
Su marcha se hizo más lenta y pesada, ahora tenía que mirar dónde ponía los pies, ya que el bosque estaba en penumbras. Aún se distinguía al fondo un valle angosto aparentemente sin salida, a cuyo límite se aproximaban. La arboleda inclinaba sus ramas marchitas, y de las incontables luciérnagas apenas sobrevivían unas pocas. El camino que había elegido se tornaba cada vez más claustrofóbico y sombrío, y no conducía a parte alguna. No dijo nada, sin embargo, ni siquiera cuando se percató de que pisaba tierra quemada. Temía reconocer su fracaso en voz alta. Entonces, para seguir avanzando, tuvo que luchar contra la parálisis, a sabiendas de que no había salida y convencida de que Merilio se estaría arrepintiendo de haberla llevado con él.
El mago, por su parte, se abstuvo de interrumpir sus cavilaciones. Yaso, la gran luna, y su retoño, Nuno, alumbraban desde su atalaya la densa muralla de rocas que ocluía el paso. De repente, la muchacha se detuvo y permaneció en silencio con la cabeza gacha.
―¿Qué sucede? ―preguntó el mago con tono afable.
―Está claro que he metido la pata.
―Mira a tu alrededor... ¿Acaso no estás viendo lo mismo que yo? El camino está bloqueado, no conduce a ninguna parte. Eso quiere decir algo, ¿no?
―¿Y qué quiere decir, según tú?
―Pues que soy una inútil.
―Bueno, yo no lo creo así ―dijo el hombre con la mirada puesta en el final del sendero.
―Llevamos un buen trecho andado, pero el camino no tiene salida, nada nos impide retroceder y elegir una de las otras rutas. Aunque... ¿Y si las apariencias engañan?
―¿Sugieres que lleguemos hasta el final?
―Yo sugiero que a veces las cosas no son lo que parecen, pero tú decides. Eres libre de comprobarlo o intentar algo nuevo, ambas decisiones son legítimas. Ella miró hacia atrás y, de nuevo, adelante.
―Total, un poco más... ―Se encogió de hombros, resignada.
―Adelante, pues. Pero esta vez charlemos un poco, si te parece bien. Has estado muy callada ―dijo sonriente.
―Podemos hablar de pintura, por ejemplo. ¿Te gusta?
―Mucho. Mi padre era pintor.
―Su especialidad eran los retratos hechos a bolígrafo. Son trabajos increíbles, a simple vista parecen fotografías. Tenía mucha demanda.
―¿Quieres hablarme de tu padre? Parece que era un hombre muy interesante.
―Lo era. Podría hablarte de él durante horas. Me inculcó el amor a la pintura, a la música, a la naturaleza, y el respeto hacia los animales. Nos gustaban las lecturas en voz alta, los teatrillos de guiñoles, las visitas a los museos, los conciertos... y las motos. Su voz se apagó un instante, y se encendió de nuevo mientras relataba cómo se encerraban en su cuarto para escuchar música, repantigados en la cama. En Alcalá nunca faltaban cosas que hacer, que ver, que experimentar. Marcela no les acompañaba, pues le aburría casi todo; solo encontraba diversión en las habladurías y en los dramas, y las pocas veces que iba con ellos era para amargarles la fiesta.
―Pero de mi madre no quiero hablar... ni acordarme.
Prefería disfrutar compartiendo los recuerdos felices y las emociones de su infancia: la pasión y la curiosidad. El mago escuchaba como nadie, y eso la animaba a vaciarse más y más. Se sentía crecer en sus dulces confidencias, ensimismada en el movimiento de sus pies, sin advertir que las estrellas volvían a brillar, que los árboles se incendiaban de púrpura, que el aire se tornaba cálido, que Merilio sonreía cada vez más. Pero sí vio la tierra... y, al levantar la cara y mirar en torno suyo, comprendió que la luz que lo bañaba todo era un reflejo de su interior. Se abrazó a él y susurró:
La llanura que acababan de salvar era una extensa meseta y ahora se encontraban muy cerca de su borde. Allí el terreno se volvía abrupto, y en él se erguían grandes masas de piedra caliza, siluetas poderosas que sugerían rostros, animales y objetos cotidianos de proporciones hercúleas. Se levantó por sorpresa un viento helado que silbaba entre las rocas, cincelando a su paso esqueletos de formidables monstruos prehistóricos en los confines del bosque. Liena sacó un jersey de la mochila. Se escuchaba ruido de agua, como de rápidos o cataratas.
El mago consultó su reloj.
―Buscaré un sitio para descansar, espera aquí ―dijo.
Se adelantó hasta desaparecer bajo el vientre de un pterodáctilo fosilizado. A los dos minutos oyó su voz anunciando que había descubierto una cueva.
―¡Acércate con precaución, hay un acantilado!
La joven hubo de agacharse para entrar en el pasadizo. Al salir, la visión del precipicio le disparó el pulso.
―¡Calculo unos trescientos metros o más en picado! ¡Arrímate a la pared, el paso no está difícil! ―le gritó el mago desde alguna parte.
Junto a las rocas discurría un saliente de un metro de ancho por diez de largo, que se podía transitar sin demasiados problemas... siempre que no se padeciese vértigo y el barranco estuviera provisto de asideros. Ninguna de ambas cosas se cumplía allí. Se le encogió el estómago; la cornisa le parecía mucho más exigua de lo que era y el piso estaba húmedo. De pequeña resbaló sobre piedras mojadas y hubieron de darle cinco puntos de sutura en la cabeza. Tuvo mucha suerte; no se mató por cuestión de centímetros: el golpe, un poco más abajo y se desnuca. Sintió náuseas y opresión en el tórax, y comenzó a sudar a pesar de la baja temperatura. Por el margen derecho del acantilado se precipitaban tres cataratas, quebrándose en los salientes con feroz estrépito y estallando en incesantes abanicos níveos. La más caudalosa descendía en vertical hasta la vieja y profunda laguna que había excavado en el correr de los siglos.
Merilio vigilaba sin mostrar preocupación.
―Dos pasos más... así, muy bien... ¡ya casi estás!
Cuando la joven alcanzó la amplia terraza, suspiró aliviada.
La terraza bordeaba la roca y seguía por delante con una leve pendiente. En una revuelta se divisaba, en efecto, la embocadura de una gruta.
―Conviene reponer fuerzas ―dijo el hombre―. No sabemos cómo discurrirá la próxima etapa del viaje.
El interior rezumaba agua, pero la temperatura era suave.
―¿Tienes frío? ―preguntó el hombre.
―Reunamos algo de leña, haremos una pequeña fogata aquí dentro.
Hicieron acopio de ramas y amontonaron unas piedras en el centro de la caverna.
―No llevarás un mechero...
―Es la segunda vez que me lo piden esta noche.
―Cierto, discúlpame, no quería recordártelo. Bueno, supongo que en este asuntillo podemos permitirnos una chispa de magia; nunca mejor dicho.
El tipo se frotó las manos y las alzó sobre el montón de ramas hasta que empezó a salir humo.
―¡Listo! ―dijo satisfecho―. Soy un experto encendiendo hogueras.
―¿Te gusta el chocolate? ―preguntó ella hurgando en la mochila.
―Pues has tenido suerte. Toma, compré esta noche.
Mientras la chocolatina se fundía en su boca, Liena sacó el móvil del bolsillo con la dudosa esperanza de encontrar algún síntoma de remordimiento en el wasap de Maica, pero lo único que comprobó con disgusto fue que el celular no funcionaba.
―No se ha roto. ―La tranquilizó el mago―. Digamos que aquí no hay cobertura.
Ella se incorporó para salir.
―No es por la cueva. En este mundo no hay cobertura en ninguna parte.
―No había contado con eso. Así que estoy incomunicada.
―Descuida, volverá a activarse cuando regreses. ―Sonrió arqueando las cejas―. Queda mucho camino por delante, será mejor que descansemos un rato.
Tras decir esto, deslizó el ala del sombrero hasta la punta de su nariz, y se recostó en la pared con la evidente intención de dormir. A los dos minutos ya roncaba suavemente, ante la mirada incrédula de su joven compañera, que no tenía ni pizca de sueño. Observó las paredes de la cueva, donde las sombras agrandadas por la hoguera se retorcían como lenguas danzantes, lamiendo las paredes blancas y deslizándose concupiscentes sobre el cuerpo de Merilio. Casi sin darse cuenta, empezó a tararear, con voz susurrante, las primeras estrofas de Lullaby:
I know the feeling of finding yourself Stuck out on the ledge
And there ain't no healing
From cutting yourself with the jagged edge I'm telling you that it's never that bad
And take it from someone who's been where you're at You're laid out on the floor and you're not sure
You can take this anymore So just give it one more try With a lullaby
And turn this up on the radio If you can hear me now
I'm reaching out to let you know That you're not alone
And you can't tell: "I'm scared as hell" Because I can't get you on the telephone So just close your eyes. (2*)
Conozco la sensación de encontrarse uno mismo / en la cornisa pegado a la pared / y no hay cura / cuando te cortas con el dentado filo. / Te estoy diciendo que nunca puede ser tan malo / y tómalo de alguien que ha estado donde tú estás/ estás K.O. en el suelo, y no estás seguro / de que puedas soportarlo más. / Así que simplemente dale otra oportunidad / con una canción de cuna / y pon esto alto en la radio. / Si ahora puedes oírme / estoy alcanzándote para hacerte saber / que no estás solo / y no puedes decir: "estoy asustadísimo" / porque no puedo llegar a ti por teléfono / así que simplemente cierra los ojos.
Escuchó un fortísimo aleteo que, a juzgar por el estruendo, debía provenir de un pájaro enorme, a pesar de lo cual, y para asombro de Liena, Merilio no despertó, es más, ni se inmutó. Intrigada, se asomó despacio a la boca de la cueva procurando no hacer ruido para no asustar al animal, y lo que contempló entonces la dejó sin aliento: el autor del estrépito no era un pájaro, sino algo terrorífico y parecido a un demonio. Las alas, descomunales y con reflejos violeta, estaban medio desplegadas y medirían por lo menos siete u ocho metros de envergadura. Lo siguiente que vio fueron las piernas desnudas, negras y robustas; le buscó unos brazos y no los encontró porque, al estar vuelto el gigante, los ocultaban las alas. Entre los omóplatos caía, por una espalda interminable, una avalancha de rizos negros que sobrepasaban la cintura. Liena deseaba correr y esconderse, pero sus piernas no respondían orden ninguna. El demonio giró la cabeza y ella pudo contemplar su perfil romo y tosco, luego aquel ser dio la vuelta completa y con un gesto aterrador abrió la boca. Una dentadura enorme y algo picuda asomó entre los broncíneos labios. En el rostro, macizo y anguloso, refulgían los ojos como dos piedras flamígeras de llama violeta, y la nariz, ancha y hundida, portaba un aro metálico que ocultaba parte del labio superior. La indumentaria se limitaba a un taparrabos de piel y unas sandalias de cuerda, y le cruzaban el torso fornido un arco y una aljaba.
Al fin logró que sus piernas le obedeciesen y retrocedió. Lanzó una maldición al caer de espaldas. El monstruo gruñó y su cabello se erizó formando una aureola siniestra a su alrededor, lo que le daba un aspecto aún más terrible. Presa de la histeria, Liena sacudió al durmiente.
―¡Merilio, Merilio! ¡No me lo puedo creer, está frito del todo!
―Qué... ¿Qué ocurre? ―preguntó al fin con voz pastosa.
―¡Ahí fuera! ―Ella continuó zarandeándolo como si aún estuviera dormido―. ¡Hay una cosa... una cosa que da mucho miedo!
―Un... un... ―titubeó ella, agitando las manos―. ¡Un demonio!
―¡Ve a verlo tú mismo!... ¡Ten cuidado!
Con la muchacha aferrada a su capa, el hombre caminó hacia la salida. El pelo del gigante había recuperado su primitivo aspecto ensortijado. Al verle, el mago dejó escapar un suspiro.
―¡Te parecerá bonito andar asustando a las visitas! ―exclamó saliendo de la cueva. Su desconcertada amiga no daba crédito a lo que acababa de oír.
―¡No! ¿Qué haces? ―gritó, viendo a su guía ya despedazado.
―Tranquila, querida; nos conocemos.
El gigante torció el gesto, rugió con desgana y luego dijo:
―¡Oh, vamos, no seas arisco! ¿Es que no te alegras de verme? Me decepciona... ¡Con lo que yo te aprecio! ―dijo socarrón. Tuvo que esforzarse en desprender de su capa los dedos crispados de la chica, que seguía parapetada tras él. Casi la tuvo que arrastrar para dejarla a su lado.
―Te presento a Liena ―dijo cortés.
El monstruo clavó en la muchacha su mirada vítrea y ella se desmayó. Merilio la recogió en sus brazos.
Al cabo de poco, cuando la joven recobró el conocimiento, el mago concluyó las presentaciones.
―Liena, esta criatura que tanto te asusta es un viejo conocido mío. Mío y tuyo, he de decir, aunque nunca antes le habías mirado a la cara. Su nombre es Miedo, pero aquí le llamamos Ángel. En realidad su trabajo consiste en ser una especie de ángel de la guarda.
La muchacha arqueó las cejas: "¿Semejante monstruo, un ángel de la guarda?".
―Puedes saludarlo ―dijo empujándola con suavidad para despegarla del suelo―, de veras, no es tan bruto como parece.
Tragó saliva, indecisa. El mago la animó con un gesto cordial, y ella adelantó un pie sin apartar los ojos del gigante, que la sonreía como un tiburón.
―¡Bienvenida al Abismo del Ángel! ―Adoptó un aire solemne y sus palabras retumbaron en los acantilados. Ella volvió corriendo a protegerse tras la espalda de Merilio.
―Mira que te encanta impresionar ―dijo el mago, en tono resignado.
―Os acompañaré ―dijo el otro inclinándose ante la muchacha, que permanecía lívida―. Necesitas un defensor.
―¡¿Qué?! ¡Oh, no, no! ―dijo horrorizada. Temió haber parecido brusca en exceso e intentó declinar el ofrecimiento con algún pretexto.
―No... no te preocupes. Ya... ya está Merilio... si acaso. Él me protege.
―Ya. Pero un protector no es un defensor. Iremos los dos, es decir, los tres.
La joven lanzó al mago una mirada suplicante. Este se acercó a su oído y susurró:
―Conviene que nos acompañe. Y también que os conozcáis mejor... No pongas esa cara, en el fondo es un buenazo, te lo digo yo.
―No te lo discuto, pero acojona ―respondió en voz baja.
―Confía en mí, lo conozco bien.
―Vale, me fío de ti. Aunque sigue sin gustarme la idea.
El viento había amainado, pero hacía el mismo frío cuando descendieron hasta el valle por la única senda practicable. El Miedo iba con ellos, dando zancadas lentas, y silenciosas. La joven se admiró de que el ogro pudiera moverse tan discretamente. Claro que, bien mirado y por bruto que fuera, no dejaba de ser un ángel.
Serpeando la quebrada, en paralelo al río, llegaron a un valle pequeño entre cerros gastados y chaparrales. Había que decidir otra vez, y Liena observó indecisa los alrededores. A la izquierda, el río entraba en un desfiladero, estrechándose y adquiriendo profundidad. No muy lejos, suspendido entre las rocas, se divisaba un extenso puente de lianas que cruzaba a la otra orilla. Adelantándose, vio que muchas tablas estaban desvencijadas, y no le pareció fiable. Al frente, descubrió un letrero múltiple con tres flechas semilegibles que apuntaban hacia otros tantos destinos. En una decía: Río de las Lágrimas. Ya lo había visto en el Bosque del Capricho, y tampoco le resultó atractivo en esta ocasión. En la siguiente flecha, aunque no todas sus letras estaban enteras, se leía: Templo de los Sensarinos.
―¿Lo conoces? ―El mago asintió.
―Es un jardín. Debe su nombre al muy peculiar tipo de árbol que allí crece: el sensarino.
―¿No te gusta o son imaginaciones mías? ―inquirió ella detectando cierto desagrado en su voz.
―¡Oh, los sensarinos son muy hermosos!... y a la vez, temibles. Pero mira, queda aún otra flecha.
El tercer letrero estaba borrado casi por completo, y del enunciado original apenas sobrevivían una m mayúscula, gm, scu y, al final, una o.
Al poco caminaban por el sendero que Liena prefirió, el que llevaba al Templo de los Sensarinos. La intuición de Merilio le hizo temer aquel resultado. Hablaban poco, ya que debían prestar toda su atención al camino pedregoso y en desnivel, por el que era muy fácil resbalar. A la complicada tarea se añadían la dificultad de la marcha nocturna y la presencia de arroyuelos y vados que debían sortear. Por fin llegaron a lo alto de una cima. Desde allí, a unos doscientos metros cuesta abajo, vieron lo que estaban buscando.
De la obra Beatricia: © María Jesús López Laderas
Ilustración de portada: ©
Depósito legal: M-14149-2016
Diseño de la colección: Absurda Fabula
Maquetación: Rojo Pistacho