Aunque sea una descripción que él no habría aceptado, es justo considerar a Beckett un escritor filosófico, cuyas obras pueden leerse como una serie de ataques sostenidos y escépticos a Descartes y a la filosofía del sujeto fundada por Descartes. En sus sospechas sobre la axiomática cartesiana, Beckett se suma a Nietzsche y Heidegger, así como a su contemporáneo más joven Jacques Derrida. El interrogatorio satírico al que somete el cogito cartesiano (pienso, luego existo) es tan próximo en espíritu al plan de Derrida de dejar al descubierto las suposiciones metafísicas subyacentes al pensamiento occidental que deberíamos hablar, si no de una influencia directa de Beckett en Derrida, al menos de un sorprendente caso de vibración empática.
Después de empezar como un joyceano intranquilo y como un proustiano todavía más intranquilo, Beckett finalmente se decidió por la comedia filosófica como medio para su temperamento arrogante, escrupuloso, cargado de una angustia única y totalmente inseguro de sí mismo. En la mentalidad popular, su nombre se relaciona con el misterioso Godot que tal vez venga o tal vez no pero al que esperamos en cualquier caso, pasando el tiempo lo mejor que podamos. De este modo Beckett parece definir el estado de ánimo de una era. Pero su alcance es más amplio; y sus logros, mucho más grandes. Beckett era un artista poseído por una visión de la vida sin consuelo ni dignidad ni promesa de gracia, ante la cual nuestro único deber –inexplicable, imposible de lograr, pero un deber de todas maneras– es no mentirnos a nosotros mismos. Una visión a la que dio expresión con un lenguaje de una fuerza viril y una sobriedad intelectual que lo señalan como uno de los grandes estilistas en prosa del siglo XX.
J.M. Coetzee
Samuel Beckett, la ficción breve, 2005
Ensayos
Foto: Samuel Beckett por John Haynes
Royal Court Theatre, Londres, 1973