Revista Cómics
Frédéric Beigbeder comparte mucho con Michel Houellebecq: la nacionalidad francesa, una relación amistosa (o eso dice Frédéric; Michel, que yo sepa, nunca se ha pronunciado al respecto) el tener un apellido impronunciable, el gusto por la autoficción y la condición de enfant terrible de las letras francesas contemporáneas. Tiene su guasa que te consideren un enfant terrible cuando ya hace mucho tiempo que has perdido la posibilidad de cumplir los cincuenta; a partir de cierta edad (esa) aún se puede ser terrible (con frecuencia, en el peor sentido del término), pero enfant, nanay. Te pongas como te pongas.
Hay, también, algunas diferencias, y caen todas a favor de Beigbeder: éste es bastante más alto, y más guapo, aunque eso no sea un mérito (y tampoco es difícil; Houellebecq es más feo que el culo de una mona vieja, y además tira a tapón). Beigbeder, en público, es simpático, amable y divertido (y eso sí es meritorio) mientras que Houellebecq es… Houellebecq. También, y esto es una apreciación personal, Beigbeder escribe mucho mejor que Houellebecq. Sus textos, entre otros méritos, rezuman un fino sentido del humor y demuestran que sabe reírse de sí mismo. Los textos de Houellebecq… son textos de Houellebecq. Cierto humor esquinado se puede apreciar en ellos, y también que Houellebecq tiene un altísimo concepto de su propia importancia. Nunca he entendido que, de los dos, el más popular, más encumbrado por la crítica (la francesa, al menos) y el que tiene más fama de enfant terrible sea Houellebecq. Es uno de los grandes misterios del universo, como que exista gente a la que le guste la pizza con piña. Hace algunos años asistí a la presentación de una novela de Houellebecq en Barcelona. Apenas le entendí algo, porque por una estúpida arrogancia habitual en mí no quise usar los auriculares de traducción automática que la organización, muy amablemente (y gratis) había puesto a nuestra disposición. Nunca cojo los auriculares esos, idiota de mí, porque presumo de políglota, aunque mi francés sea bastante deficiente, mi inglés sólo un poco mejor, y sobre mi italiano mejor no hablemos. El resultado suele ser que me suelo perder casi la mitad de la conferencia. Como pasó en aquella ocasión. Aunque quizá parte de la culpa fuera de Houellebecq, porque farfullaba bastante. Quizá el alcohol le había dejado la lengua de trapo (hasta la segunda fila del patio de butacas llegaba la peste a vinazo de su aliento; de hecho, no dejó de trasegar ballons de vin rouge durante todo el acto) y contestaba a las preguntas del entrevistador como enfurruñado y con bastante desgana. Ayer (fecha casi capicúa: 20-02-2020) asistí a la presentación de la última novela de Frédéric Beigbeder, Una vida sin fin, en el auditorio del Instituto Francés de Barcelona. Le entrevistaba Llucia Ramis, y había un servicio de traducción automática que yo, tan estúpidamente como siempre, volví a rechazar. Esta vez, por fortuna, me enteré de casi todo lo que decían. Beigbeder habla muy bien, vocaliza muy bien (lo que, cuando se habla en público, es una cortesía para con el idem muy de agradecer), estuvo locuaz, ocurrente y divertido. Se le veía algo más viejo y algo más estropeado que en la foto promocional de la solapa, pero eso nos pasa a todos. Explicó, sobre todo, la labor de investigación que emprendió para elaborar esta novela, que ciertamente promete: el protagonista, alguien que se llama como él y que se parece bastante a él (de nuevo la autoficción) es un triunfador de cierta fama social, como él, que, en compañía de un robot con capacidad para aprender de las emociones humanas, emprende la búsqueda de la vida eterna; es decir, se pone a recorrer el mundo probando los diversos métodos para alargar la vida que se ofrecen por el ancho mundo, métodos que con frecuencia cuentan con generosas financiaciones de parte de las mayores fortunas del mundo (eso ya lo sabía: lo había leído hace tiempo, en un artículo al respecto que publicó la revista Forbes; al parecer, los flamantes muchimillonarios actuales sienten una alergia patológica a eso de morirse y no poder llevarse sus hipertrofiadas fortunas consigo). Beigbeder confesó que él mismo había probado muchos de esos tratamientos, con fines exclusivamente documentales; no todos, porque algunos se pasaban de su presupuesto, y eso de escribir “no es que esté muy bien pagado” (¿En Francia también pasa eso, Frédéric?). Dijo que uno de los medios más eficaces que probó era uno que recomendaba un médico de no me acuerdo dónde y que consistía, básicamente, en dormir mucho, no fumar, no drogarse, hacer ejercicio regularmente, comer mucho brócoli y beber sólo agua (no sé si así se consigue vivir más o es que la vida te va a parecer muuuy larga). Pero el único método verdaderamente eficaz para conseguir la inmortalidad, confesó cuando la entrevistadora se lo preguntó, también lo refleja en la novela, se conoce y se practica (spoiler alert) desde el principio de los tiempos; consiste en la transmisión genética. En cristiano, en tener hijos. Cosa que tanto el Beigbeder que protagoniza la novela como el que vive en el mundo real yahace tiempo que han conseguido. En resumen, una novela de ciencia-ficción (él la calificó como de “ciencia sin ficción”) con toques de autoficción; un género, o mezcla de ellos, que Houellebecq también ha cultivado (su novela La posibilidad de una isla es eso) pero que, probablemente, a Beigbeder le salga mejor. Y más divertido. Y sin tanta peste a vinazo en el aliento. Yo ya la tengo en la pila de los libros pendientes. A ver cuando tengo un hueco para empezarla.