En ningún momento como en estas fechas percibe uno la brevedad del tiempo. Hace unos días, cuando subía del trastero el árbol de navidad y el belén, me daba la sensación de que acababa de guardarlo tan sólo unos días antes, pero no, la realidad se impone, y de nuevo nos prestamos a una larga carrera de consumismo, indigestiones y felicidad obligatoria. Mi hija de 7 años, Inés, andaba desde agosto insistiendo en que montáramos ya el belén que ella utiliza a imagen y semejanza de los playmobil, dándole un sentido práctico de la diversión más que de su supuesto cometido como objeto de simple contemplación. Ella mueve los pastores, los camellos, los reyes y caganers en un trasiego continuo que le provoca una diversión diferente del resto del año. Sucede que mi otra hija de 2 años, Martina (aunque ahora se hace llamar "Tartina"), manifiesta de forma imperativa que el belén es suyo y, entre tiras y aflojas de ambas supuestas propietarias de las figuritas, éstas acaban por el suelo, con desprendimientos reiterados de cabezas, brazos y piernas. Es el problema de emplear la cerámica, el barro o el material del que hacen los belenes, que no aguanta el envite de nuestros tiernos infantes. Con tales circunstancias, que nos producen cierta zozobra en forma de llantos, chillidos y peleas, recordé mi belén de la infancia, que amén de estar formado de figuras de plástico irrompible estaba más equipado, con palmeras, riachuelos, el palacio de Herodes y otros singulares decorados. El problema es que encontrarlo es una misión complicada, tan ardua como toparse sin más con el doctor Livingstone a orillas del río Lualaba. Se supone que se encuentra en algún lugar recóndito del trastero, aspecto que parece conferirle cierta facilidad de localización, pero no es así. Hay trasteros y trasteros, y luego está el mío. Sin orden ni concierto, es una marabunta de trastos apilados, mejor dicho enredados, unos con otros, un Tetris infernal desafiante de cosas inservibles. Tener un cuarto de este tipo es a veces contraproducente, y suele constituir un problema más que una solución. Si no lo tienes, todos esos objetos a los que se les presupone una posible utilidad en el futuro, utilidad que nunca llega, acaban en la basura. Pero, si posees un trastero, lo guardas absolutamente todo, un inventario de trastos inútiles que duermen el sueño de los justos de forma placentera, orgullosos de ser una basura de primera.
Con la esperanza de encontrar semejante reliquia religiosa, nos plantamos Inés y un servidor delante de aquella maraña de cachivaches. Una vez apartada una bicicleta que dejé de utilizar allá por el año 85, cuando se pinchó y fui dejando la reparación de un día para otro, los carritos de las niñas, bolsas de juguetes pasados de moda, ropas apolilladas, sillas de playa, lámparas vetustas, libros de texto de la EGB, maletas escarnecidas, botellas polvorientas, tendederos sin estrenar, cajas de zapatos con cintas VHS, pude excavar un túnel hacia los estratos más antiguos. Eso provocó una avalancha de armatostes que caía sobre mí y no auguraban nada bueno. Ante los ojos atónitos de mi hija, pude sujetar con la chepa todo aquel desbarajuste. A Inés le entró pánico y amenazaba con poner los pies en polvorosa, pero mis palabras le tranquilizaron: "¡Niña no te muevas que lo mismo tienes que hacer de Lassie y pedir ayuda!". Ella me miraba con ojos asustados sin comprender quién demonios era esa Lassie. Lo mismo le hubiera dado que hubiera invocado al sursuncorda. Como pude y emulando al mítico Atlas conseguir zafarme de mi pesada carga y hacer hueco. Una vez que todos los trastos acabaron desparramados, la búsqueda parecía más fácil y, tras un buen rato husmeando, no pude dar con el ansiado belén. No puedo negar que me sentí ciertamente frustrado, como si una parte de mi infancia se hubiera desvanecido. Pensé en todas esas cosas que perdemos a lo largo de nuestras vidas, que desaparecen sin dejar rastro, que recordamos con cariño, y que no somos capaces de encontrar. Sin embargo, allí estaba todo aquel montón de artilugios inservibles e inútiles. Seguro que si tiro alguno, mañana lo echaré de menos...