Los faros marítimos, por bien que hoy en día han perdido mucho de su importancia vital para la navegación en beneficio de los modernos GPS, es una de aquellas infraestructuras que llaman poderosamente la atención. Su tarea de marcar con luces visibles en la distancia la linea de la costa o los escollos peligrosos para los barcos, ha sido durante siglos un seguro de vida para la marinería. Sus beneficios son indudables ( ver El Faro de Buda o la crónica de la muerte de un delta), pero para que sean eficaces, los faros han de estar en zonas de difícil acceso de la costa o incluso dentro del mar mismo, por lo que la construcción y mantenimiento de un faro tiene un componente épico muy importante. Y para épica inconmensurable, hay uno que se lleva la palma: Bell Rock, el faro en medio del mar del Norte.
El Mar del Norte, debido a su peculiar batimetría y origen geológico ( ver Doggerland, la Atlántida del Mar del Norte), ha sido desde antiguo un mar difícil y peligroso. Su ubicación en el Océano Atlántico Norte, limitado pero abierto, embravecido y con sus inesperados bajíos, ha sido el temor de los navegantes desde que al ser humano se le ocurrió coger una cáscara de nuez y navegar con aquellas aguas de Dios. Si a eso sumamos una costa recortada y llena de escollos como la costa escocesa, entenderemos por qué, después de que cada año naufragasen un mínimo de 6 barcos y de que una tormenta sola fuera capaz de enviar a pique no menos de 70 embarcaciones, en 1806 el parlamento británico diera permiso para la construcción de un faro a 18 km mar adentro de la costa de Arbroath, en el arrecife de Inchcap, más conocido por Bell Rock (Roca de la Campana).
La construcción no estuvo exenta de complicaciones. De hecho, el arrecife estaba en medio del acceso al fiordo que da acceso al puerto de Dundee, y estaba puesto con tanta mala leche que, en la marea más baja solo sobresale 1,5 metros sobre el nivel del mar y en marea alta se halla a 3,5 metros de profundidad. Una auténtica trampa que hacía embarrancar a cualquier barco a poco que no fuera con cuidado. El encargado de construir el faro sería el ingeniero John Rennie, el cual dirigiría los trabajos de construcción del faro diseñado y propuesto por el joven ingeniero Robert Stevenson (abuelo del autor de "La isla del Tesoro").
Stevenson, que fue el encargado directo de la obra (Rennie, que aunque pasó por allí dos días y punto, tuvo una pelotera con Stevenson por la atribución de la construcción del faro) se encontró con todas las dificultades derivadas de poder trabajar en seco sólo en verano y un par de horas al día como mucho. Ello hizo que los obreros -unos 110 hombres- tuvieran que estar viviendo en un barco a 400 metros de Bell Rock y cada día remaran hasta el escollo para llevar el material con el cual construir un palafito (una casa sobre el agua, vaya) en el cual refugiarse cuando subiera el agua y permitiera trabajar a los canteros y los herreros. Esta construcción les llevó prácticamente toda la temporada de 1807.
En mayo siguiente, y viendo que la construcción aguantaba, empezaron a levantar el faro propiamente dicho. Stevenson, tomando el faro de Eddystone como inspiración, diseñó un faro que fuera capaz de soportar las peores embestidas del mar. Para ello, creó una base troncocónica de unos 9 metros de alto formada por bloques de granito y arenisca que, como si fuera un puzzle, encajasen entre si y fueran capaces de absorber la energía de las olas sin comprometer la estructura del faro.
Así las cosas, durante la segunda temporada (del 25 de mayo al 21 de septiembre de 1808) se procedió a excavar los cimientos de 60 cm de profundidad en la arenisca que forma el arrecife y de levantar las 3 primeras hileras de sillares. ¿Le parece poco? Si cuenta que en los dos primeros años no se llegó a trabajar más de un mes seguido, aún hicieron demasiado. Después, conforme fueron sacando la construcción del agua, la cosa se aceleró, acabándose el faro en 1810 e inaugurándose el 1 de febrero de 1811.
El faro de Bell Rock, de 35,30 metros de altura, utilizó 2.835 bloques de piedras talladas expresamente para levantar las 81 hileras que sostienen la linterna (de donde sale la luz, vamos), variando desde los 12,80 metros de diámetro en la base, hasta los 4,11 de la parte superior. Las paredes, si bien en los primeros 9 metros es una masa maciza de sillares en piedra encajados entre si y mortero especial resistente a la humedad, pasaban progresivamente de los 1,75 metros de grosor a los 0,96 metros. Paredes que contenían 5 cámaras interiores que, alojando la escalera de caracol y las estancias de los fareros, conferían al conjunto tal solidez que, en más de dos siglos no se ha tenido que hacer ninguna modificación estructural a pesar de los embates de un mar que, en los días de tormenta es capaz de traer (y llevar) al arrecife "chinas" de más de dos toneladas de peso como si fueran de corcho. No en vano es uno de los más antiguos de los faros de mar adentro aún en activo.
La existencia del, faro que emite una luz visible a 33 km, cambió la seguridad de la zona por completo. Desde el momento de su inauguración tan solo un naufragio de una fragata durante la Primera Guerra Mundial (durante las grandes guerras se mantuvo apagado y se encendía si se avisaba con tiempo, cosa que no hizo) y un accidente de un helicóptero que tocó el faro y se estrelló en 1956, han sido los incidentes más graves que han habido en la zona.
En la actualidad el faro de Rock Bell está automatizado, por lo que la necesidad de mantener una cuadrilla de personas de mantenimiento residente en él ha pasado a la historia. Sin embargo, pensar lo que debía de ser soportar montañas de agua de decenas de metros ( ver Las misteriosas olas gigantes) impactando directamente sobre el débil cuerpo del faro, hace que, ante la visión de esa torre perdida en medio de la inmensidad del océano, no pueda, por menos, que estremecerme. Estremecerme de respeto por todos aquellos valientes que, en algún momento, arriesgaron su vida por construir y mantener encendida una luz salvadora en mitad de la oscuridad más absoluta y tenebrosa. Una luz que, lejos del agua, bien pudiera ser la guía de nuestra propia existencia.