Hace unos minutos terminé de leer un muy interesante artículo, publicado en The Tablet, sobre la relación del Papa Benedicto con las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II y, aunque tiempo no es lo que me está sobrando últimamente, quisiera compartir con ustedes algunas impresiones al respecto. En primer lugar, para enmarcar un poco la posición de quien escribe, creo que tocaría decir que soy un frecuente asistente a la misa dominical, conozco bastante bien la liturgia ordinaria y, por mi formación personal como hombre de Iglesia, he estado muy cercano, por lo menos hace más de 10 años, a la vinculación que los jóvenes y no tan jóvenes, tienen con la eucaristía y con su liturgia.
Como han de saber casi todos, el Papa ha tomado algunas medidas bastante cuestionables en relación a la liturgia, pero, sobre todo, ha hecho intervenciones en torno a ella en las cuales ha tenido opiniones bastante desfavorables con la liturgia reformadas después del Vaticano II. Según sostiene Eamon Duffy, el autor del artículo, esto se debe a varios factores que pueden explicarse por la formación espiritual temprana del Papa, así como por la influencia de algunos teólogos como Romano Guardini y, sobre todo, por su posterior decepción ante los cambios de la nueva liturgia:
“But theology as well as nostalgia shapes the Pope’s convictions. The young Ratzinger was profoundly influenced by the Liturgical Movement, and especially by the writings of the Munich-based theologian Romano Guardini, whose influential classic, The Spirit of the Liturgy, argued that the liturgy was the heart of what it meant to be a Catholic. It was a school of wisdom and understanding, in which all the resources of human culture were deployed into “the supreme example of an objectively established rule of spiritual life”. Guardini stressed the communal aspects of the liturgy – “the liturgy does not say ‘I’, but ‘we’ – and its transcendence of the merely local. In the liturgy, the Christian “sees himself face to face with God not as an entity, but as a member of the unity” of the Church. The liturgy was never frigid – “emotion flows in its depths … like the fiery heart of the volcano”, but it is “emotion under the strictest control”.
Estas cuestiones invitaron a Ratzinger a ser un reformador al inicio; sin embargo, al ver las consecuencias de los cambios litúrgicos, la decepción pronto llegó y su deseo de volver al antiguo misal romano no se hizo esperar demasiado:
“In the years after the council, however, Ratzinger became disillusioned with the actual outcome of liturgical reform. He had hoped for a reform that would reveal the beauty of the ancient liturgy through careful conservation and restoration, not fundamental change. What he thought Vatican II unleashed was a crass and faddish liturgical revolution, which did violence both to the Mass and the Divine Office, not least by jettisoning Latin, and with it 1,000 years of liturgical music.
For Ratzinger, this represented a disastrous break in the Church’s tradition, the “magnificent work” of Guardini and others “thrown into the wastepaper basket”. In place of the ancient “giveness” of the liturgy, he detected a restless modern obsession with change and innovation, and a preoccupation with human community that excluded or hindered true openness to God. All this came to a head for him in the imposition of the Missal of Paul VI as the sole legitimate form of the Eucharist. This he saw as the substitution of the concoction of liturgical experts in place of an organically evolved liturgy.
As Ratzinger wrote in his memoir, Milestones: “ … I was dismayed by the prohibition of the old Missal, since nothing of the sort had ever happened in the entire history of the liturgy. … [this] introduced a breach into the history of the liturgy whose consequences could only be tragic … [and] thereby makes the liturgy appear to be no longer a living development, but the product of erudite work and juridical authority…”.
En resumen, el Papa se sintió fuertemente desilusionado por la nueva liturgia puesto que identificó en ella un ánimo de excesiva ruptura con el pasado, ánimo que sobrepasaba la mera cuestión de los procedimientos mediante los cuales la misa se llevaba a cabo (que se hable en lengua vernácula, que el sacerdote mire a los fieles, que las canciones puedan estar más adaptadas a la música contemporánea, etc.): se trataba de un quiebre con la Tradición, pilar fundamental de la Iglesia. Una reforma como la llevada a cabo, suponía para el Papa, una especie de renuncia a la historia de la Iglesia que, en buena parte, bebe también de sus rituales, en este caso, de la liturgia eucarística.
Es por eso que el Papa, en el 2007, dejó en libertad a los sacerdotes, pasando por encima de los Obispos de cada diócesis, para que celebrasen la misa según el rito antiguo. De hecho, en Perú esto ya se hace, por lo menos en un lugar, y, en general, se trata de una práctica bien recibida por algunos pocos. La pregunta de fondo es, ¿qué tanta razón tiene el Papa y qué provecho puede traer a la Iglesia Católica una propuesta de este tipo? Como sostiene el autor del artículo, esta movida del Papa –que formalmente es una decisión personal, no institucional; pero facultada según las “reglas de juego” vaticanas– no parece ser muy inteligente y parece ser, más bien, un declarado acto de consigna personal a partir de un diagnóstico bastante discutible de lo que sucede en las misas de hoy en día. Más fuerte aún, más allá de cuál sea la intención personalísima del Papa, esta decisión, si bien no es una imposición, supone en sí misma una suerte de sabotaje velado al Vaticano II. Si bien no se retrocede universalmente, se deja clara la posición personal del Papa y se propone un regreso al pasado no obligatorio. En ese sentido, el autor del texto concluye:
“In the July 2007 episcopal letter, Pope Benedict stressed the need for charity and pastoral prudence in handling what he called the “exaggerations and at times social aspects unduly linked to the attitude of the faithful attached to the ancient Latin liturgical tradition”. The public-relations fiasco over the lifting of the excommunication of the holocaust-denying Lefebvrist Bishop Richard Williamson, however, suggests that the Vatican’s antennae for the wider implications of these liturgical issues are not as good as they ought to be.
It is Pope Benedict’s hope that the free celebration of the old Mass will help reconcile to the wider Church many of those who view Vatican II with deep suspicion. It is possible, however, to sympathise with many of the Pope’s liturgical instincts and preferences, while fearing that his gesture, and the manner of its making, will be read by many as a sign of his own reservations about the work of the Council, and thereby help entrench such reservations at the heart of the Church’s worship”.
Desde mi perspectiva personal, creo que el Papa tiene algunos puntos a su favor y varios en su contra. En mi caso, conociendo más o menos bien cómo funciona la liturgia, debo decir que algunas de las críticas del Papa se sostienen. En particular, creo que son válidas para algunas exageraciones con la “novedad” de la músicas y con la pérdida de solemnidad con algunas partes del rito, por ejemplo la procesión de entrada, entre otras cosas. Concuerdo con el Papa en la valorización de la tradición cristiana y en la necesidad de no plantear rupturas radicales y defiendo también su crítica a la secularización de algunas prácticas; sin embargo, creo que regresar al antiguo misal no constituye ni por asomo una solución. Me parece que el vuelco dado por la Iglesia en términos litúrgicos es irreversible y que, en general, es positivo. Un intento de regresión sólo generaría más deserción y ya ahora la deserción es muy alta. En ese sentido, creo, lo único que me parece posible y recomendable son pequeñas reformas que devuelvan, si es que hay momentos en los que se ha perdido, solemnidad a la eucaristía. Que devuelvan al rito su dimensión expresiva de lo sagrado. Mas eso no pasa por volver al latín, ni a los curas de espaldas, pasa por la convicción de develar el misterio divino a través del rito sagrado. Recordemos, como bien hace Gustavo Gutiérrez al incio de su libro sobre Job, que Dios es un misterio, pero que eso no supone que hay que atesorar el misterio de tal suerte que no pueda ser revelado: la liturgia eucarística es gesto concreto para el develamiento del misterio de Dios. Si, por guardar la solemnidad y las formas, no es capaz de lograrlo, pierde todo su sentido.