Revista Filosofía

Benedicto XVI y la muerte pronosticada de la Iglesia

Por Zegmed

Benedicto XVI y la muerte pronosticada de la Iglesia

El Papa Benedicto visitó hace más o menos dos semanas Portugal y lo hizo en medio de un clima aún muy tenso para la Iglesia Católica. Independientemente de muchas cosas que se podrían decir, me quisiera concentrar en algunas de sus declaraciones. El Papa dijo cosas interesantes o al menos suficientemente llamativas como para dedicarles algunas líneas. Mis citas y comentarios remiten a un artículo de reciente publicación de The Tablet.

“En los últimos años, el contexto antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad ha cambiado. Hoy la Iglesia está llamada a encarar esos nuevos retos y está lista para dialogar con diferentes culturas y religiones en la búsqueda de nuevas maneras de construir, con todas las personas de buena voluntad, una pacífica coexistencia humana”, dijo el Papa el 14 de mayo en la misa de cierre de su visita en Lisboa.

También se refirió al rol misionero de la Iglesia, el mismo que debe  de transformarse en más de un sentido. Uno de ellos tiene que ver con recuperar todo el terreno perdido con los años. No imponer, pero proponer sin cesar el mensaje del Evangelio. Con los obispos portugueses, el Papa fue muy claro al demandar “un nuevo vigor misionero de parte de los cristianos, los mismos que son llamados a una madura condición laica, identificada con la Iglesia y sensible a las complejas transformaciones que acontecen en el mundo”. El Papa se lamentó, además, por el poco interés en la dimensión religiosa de la vida de parte de muchos intelectuales y políticos. Pero quizá lo más interesante de todo consiste en que el Papa pronosticó la “muerte segura” de la Iglesia si es que esta no se preocupa por su labor misionera. Analicemos brevemente estas ideas.

Lo primero que les comento es que el tema me llamó la atención porque justo hace poco mantuve una conversación con profesor amigo de la PUCP en la que hablábamos, justamente, de la muerte de la Iglesia. “La Iglesia, si no se transforma, desaparecerá en tres generaciones más”, me decía. Yo asentí pues, en efecto, pienso más o menos igual, más allá de cuán sensato sea hacer pronósticos. Pienso más o menos igual por algunas razones, aunque soy consciente de las posibles objeciones. Presentemos primero las razones y luego contemplemos algunos contraargumentos.

Las razones de esa muerte posible tiene que ver con una versión un poco ampliada del propio pronóstico del Papa. La Iglesia tiene que ser misionera ha dicho él. En efecto, tiene que predicar el amor de Dios, pero la noción de misión a la base de esta prédica tiene que transformarse profundamente como bien lo ha notado el Papa en las citas consignadas. La pregunta es, ¿qué tanto lo ha hecho? ¿Es la Iglesia Católica misionera de un tiempo nuevo? Mi impresión es que está lejos de serlo, al menos en varios niveles. Si se ven ciertas prácticas a nivel micro, a nivel de parroquias, de diócesis puntuales quizá la cosa cambie un poco; pero la impresión general que uno se lleva es que estamos ante un claro proceso de descenso del número fieles así como del compromiso de los que como tales se declaran. ¿Por qué? En buena parte, porque la Iglesia como institución no ha sabido dar una respuesta solvente a muchas de las inquietudes de la humanidad de nuestro tiempo. No ha sabido afrontar problemas relativos a la salud reproductiva, a la procreación, a la homosexualidad, a la injusticia social, al abuso sexual de algunos curas, entre otros. Algunas importantes oportunidades han existido, pero se han desaprovechado. Quizá el tema del compromiso por la justicia social sea uno de los más claros ejemplos. La férrea y pertinente lucha contra el comunismo hizo que se asociara indebidamente el mismo a la defensa de los derechos sociales y económicos de los pobres terminando por hacer de la Iglesia –se entiende que no de modo global– un actor menor en la denuncia profética del abuso y la injusticia. Los temas relativos a la moral cristiana también han sido muy delicados y no se ha encontrado receptividad de parte de la jerarquía respecto de la materia. Ahora, nótese bien, no pretende decir con esto que la Iglesia tenga que adaptarse al mundo como una empresa tiene que adaptarse a las necesidades de un cliente, no se malinterprete. Sin embargo, creo que se entiende que sin ir hacia ese extremo, hay una deuda pendiente por parte de la institución.

¿Cuáles son las consecuencias de esta impermeabilidad ante el presente? La pérdida de vocaciones religiosas en el sentido amplio. No hablo aquí sólo de la vida consagrada –terreno en el cual el tema es evidente–, sino que me refiero a la pérdida de vocaciones de personas comunes que sienten el llamado de Dios a una vida santa en el contexto de la Iglesia Católica. Estas personas no encuentran en la Iglesia una comunidad apropiada para su desarrollo espiritual. La encuentran, casi siempre, estrecha de miras, dogmática e intransigente. ¿Qué deciden? Pues, generalmente, optan por apartarse con los años, muchas veces con notorio resentimiento o gran indiferencia. En otros casos, optan por vivir “dentro” de la Iglesia, aunque en una figura que podría denominarse de “comunión parcial”: viven una espiritualidad cristiana, pero no están en sintonía con la integridad de los mandatos institucionales. Se trata de una situación compleja, a la cual me he referido desde distintos ángulos ya algunas veces, pero es una situación que merece reflexión honesta y detenida más allá de un blog. La Iglesia, como dijo alguna vez Gianni Vattimo, va poco a poco de camino a volverse una secta fundamentalista que sólo acogerá en sus filas a los intolerantes. Tiene como posibilidad abrirse a un tiempo nuevo o cerrarse convencida de que es mejor conservar los pocos cuadros más leales, que serán, claro, los más conservadores, homofóbicos e intransigentes. De hecho, haberse abierto de brazos para recibir la migración de los sacerdotes protestantes más conservadores es un gesto en esa línea.

Este fin de semana se clausuró el Congreso Eucarístico y Mariano, en Lima, con una numerosa asistencia en el Campo de Marte, pero no hay que dejarnos llevar por la ficción de un lugar lleno, hay que ver las cosas en perspectiva y con proporción. No quiero desmerecer la actividad, pero no hay que ser ingenuos y pretender que porque se llena un coliseo o una explanada de este tipo estamos ante el rebrote de la fe misionera. La cosa va en picada hace ya buen tiempo. Si la Iglesia no se transforma, seguramente morirá. No lo digo yo solamente, el mismo Papa Benedicto ha pronosticado con sabiduría.

Dije que pensaba presentar objeciones, pero la verdad es que sólo se me ocurre una y quizá no sea tan buena: que el Espíritu de Dios sopla de modos misteriosos y que quizá pronosticar la muerte de la Iglesia sea un juicio apresurado que no tiene en cuenta la acción invisible de Dios en la historia. Es verdad, este es un buen contrargumento desde la perspectiva de la Historia de la Salvación; sin embargo, hay que tener cuidado con esta idea, ya que puede ser usada como fuente de encubrimiento. Bien podría pasar que el Espíritu de Dios decidiese soplar por otros senderos, como decidió hacerlo cuando el Señor Jesús llevó su mensaje no a los aparentemente elegidos, sino a aquellos que estuvieron abiertos a escucharlo: prostitutas, recaudadores de impuestos, adúlteras, extranjeros, soldados romanos, etc. Se trató en esa época y debería tratarse aún ahora de un mensaje de denuncia y de severa crítica a las instituciones religiosas anquilosadas y corrompidas por la falta de amor y de sensibilidad con el presente. Dios quiera que la Iglesia no se extinga y que no termine por apagarse una llama que hace buen tiempo languidece, pero que ha dado mucho calor a la humanidad a través de los siglos; sin embargo, eso dependerá también de que todo el pueblo de Dios y, sobre todo, sus autoridades, sepa tomar buenas decisiones, acordes con el espíritu del evangelio. Quizá aquí valga la pena apropiarse de esa famosa máxima protestante: la Iglesia reformada siempre debe seguir reformándose. Cuando el proceso se detiene, el soplo del Espíritu apenas se percibe y el amor y la capacidad de autocrítica transformadora, desaparece.


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