No se puede hablar propiamente de un barrio judío en Berlín, pues tanto antes como después del holocausto los judíos se afincaron en diferentes zonas de la ciudad. Pero si hay que referirse a una de ellas como tal, habrá que decantarse por el Scheunenviertel, un vecindario por encima del río Spree, a la altura de la Isla de los Museos, que se muestra israelita a cada paso.
Antigua zona marginal que albergaba los almacenes de grano, de ahí su nombre, pasó pronto de arrabal de inmigración y hampa a foco creativo y revolucionario, nido de cultura alternativa tras la guerra y actualmente en proceso de gentrificación de alto nivel económico. Ocuparía un espacio cuadrangular cuyos límites se corresponderían, grosso modo, con cuatro estaciones de metro: Oranienburger Tor, a poniente; Rosenthaler Platz, al norte; Rosa-Luxemburg-Platz, a levante; y Hackescher Markt, al sur.
En este último punto comenzaremos la visita, unos pasos más abajo y algo fuera de los límites señalados (aún se divisa, al fondo, la omnipresente silueta de la altísima Torre de la TV, en la no muy lejana Alexanderplatz), concretamente en la pequeña calle de Rosenstrasse, que da nombre a “La calle de las rosas”, conocida película que narra un hecho histórico en ella ocurrido durante las primeras detenciones judías de los nazis: la protesta de las mujeres contra la injustificada detención de sus maridos; un monumento escultórico las recuerda en la pequeña placita.
Subimos luego hasta el antiguo Mercado de Hackescher, la vieja plaza de ladrillo rojo reconvertida en estación de metro, centro cultural y zona de ambiente, con sus terrazas, sus pequeños teatros y sus mercadillos callejeros, alrededor de la cual se extiende una amplia red de calles y avenidas comerciales, cuyo eje principal gravita entre las calles Rosenthaler y Sophienstrasse, destacando el conjunto de patios conocido como Hackescher Hofe, un grupo de edificios modernistas que fueron vivienda, oficina o taller, hoy bellamente rehabilitados y unidos entre sí por pasadizos y placitas llenos de encanto, con arcos, patios ajardinados, fuentes, azulejos, exquisito mobiliario urbano y locales de nuevo diseño de todo tipo: tiendas, galerías, bares, restaurantes…no aptos para todos los bolsillos.
Y en medio de tanta pulcritud, como testigos de otras épocas, encontramos también símbolos del holocausto, como el Centro Ana Frank, una pequeña exposición biográfica de la niña del famoso Diario, y el taller-museo de Otto Weidt, donde se pueden ver los documentos falsificados o las dependencias camufladas con que este empresario alemán salvó la vida de sus empleados, todos ellos discapacitados, ambos en el único callejón que se conserva de la época okupa de cultura alternativa nacida allí sobre las ruinas de la posguerra: el Dead Chicken Alley, un nido de pintadas, pegatinas y carteles que empapelan muros y escaleras, que encierra algún que otro bar y tienda donde aún se respira lo poco que ya queda del antiguo ambiente y que te transporta de inmediato a los contestatarios y rompedores años 60 del pasado siglo.
Bajamos de nuevo y nos dirigimos al oeste, haciendo un más que merecido descanso en el parque Monbijoupark, una pequeña joya verde que hace honor a su afrancesado nombre. Pegado al río, frente a los grandes museos de la Isla, es muy visitado por los berlineses que quieren tomar el sol y disfrutar de su playa fluvial. A partir de él empieza la calle Oranienburger, el otro eje urbano de la zona.
El triángulo que forma con la Grosse Hamburger y la Augustrasse constituye el corazón del barrio. Allí se multiplicaron los ataques nazis contra los ciudadanos judíos y sus propiedades, en la llamada “noche de los cristales rotos”, antesala en toda Alemania de las deportaciones étnicas masivas a los campos de concentración; allí estaba la Gran Sinagoga, que se salvó entonces de milagro pero quedó luego destruida por el fuego aliado, y cuya fachada se conserva hoy, convenientemente rehabilitada, en la Nueva Sinagoga, una mole neobizantina cuyas cúpulas brillan en lo más alto y ofrecen una buena panorámica urbana, que alberga actualmente un Centro de Información judío y una exposición-museo visitable sobre la vida de los judíos berlineses durante el último siglo y medio.
En la segunda de las calles, amén de contar con escuelas, institutos y residencias de la comunidad judía y de exhibir en sus aceras una buena muestra de stolpersteiner, los llamativos adoquines incrustados en el suelo como placas a modo de recordatorio de las víctimas del holocausto, diseminadas por todo el barrio, se halla el Viejo Cementerio Judío, hoy un recoleto y tupido jardín con algunas viejas lápidas entre las que sobresale la estela del filósofo judío Mosses Mendelssohn, presidido a la entrada por un conjunto escultural de homenaje y recuerdo.
En la tercera de las calles citadas, en fin, y dentro de un barrio de ambiente tan rico en bares, restaurantes, galerías de arte y originales tiendas, no está mal acabar la noche en el Clärchens Ballhaus, el único restaurante-salón de baile de los locos años veinte que queda en la ciudad, donde la música, la cerveza y la buena mesa nos van a servir de contrapunto a la triste memoria histórica de esta fatigosa jornada.