Revista Cultura y Ocio

Bibliomancia

Publicado el 06 abril 2018 por Elena Rius @riusele
BIBLIOMANCIA
Los libros, ¿tienen poderes mágicos? Si los consideramos como lo que físicamente son -un amasijo de hojas de papel impresas y encuadernadas-, y dejando de lado el mundo de la fantasía, es evidente que no. Pero lo que esas páginas contienen posee a veces (pocas, tal vez, pero dignas de tener en cuenta) un enorme valor. Hay obras que, por su relevancia, por su influencia, se han considerado dechados de sabiduría, pozos donde buscar una guía para la vida. Mucho antes de que existieran los libros, ante una decisión o una situación comprometida, los antiguos se dirigían a algún oráculo para pedir consejo. Era casi obligado pasar por la pitia de Delfos, el oráculo de Dodona o la Sibila romana antes de tomar una decisión de cierta gravedad. Aunque los vaticinios de estos oráculos no siempre eran claros; mejor dicho, eran notoriamente oscuros, para que así cada cual pudiese interpretarlos a su gusto. Porque, en fin, para eso servían, para dar respaldo divino a lo que uno ya había decidido de antemano hacer.
Por un acto de transferencia que tiene algo de misterioso, ese papel de mostrar el camino a seguir lo heredaron algunas grandes obras literarias, que pasaron a actuar ellas mismas como oráculos. Al azar, se abría el libro en cuestión y se leían las primeras líneas que aparecían ante los ojos. Luego, se interpretaba lo leído de acuerdo con la pregunta que uno hubiese formulado, una práctica conocida como sortes. Es decir, ciertas obras se vieron investidas -al menos a ojos de los que creían en ellas- de poderes mágicos. Homero, admirado unánimemente por el mundo antiguo, fue quien primero logró este estatus. Las sortes homericae fueron practicadas por Sócrates, por ejemplo. Y, aunque hasta donde yo sé no hay constancia de ello, no puedo evitar imaginar que lo mismo haría Alejandro, ya que según se dice no se separaba nunca de su ejemplar de la Ilíada. No sería extraño, pues, que le pidiese consejo de vez en cuando. Los romanos, no queriendo ser menos que los griegos, pronto entronizaron al gran Virgilio como oráculo: las sortes vergilianae se hicieron habituales y su práctica siguió vigente durante la Edad Media y el Renacimiento. Se dice que futuro emperador Adriano, mucho antes de ser proclamado como tal, recurrió a ellas para preguntar por su futuro (la corte imperial estaba plagada de peligros, ya saben). Cuenta su biógrafo, Aelio Espartano, que la profecía que obtuvo rezaba:
¿Quién es aquél que a lo lejos, ornado con ramos de olivo,
lleva objetos sacros?
Conozco el cabello y las barbas canosas del rey Romano
que con sus leyes la primera ciudad fundará,
desde la pequeña Cures y un pobre terruño
enviado a un imperio enorme.
       (Eneida, 6, 808-812)

Adriano interpretó -esta vez con acierto- que le estaba reservado un cargo de poder, y poco después era adoptado por Trajano. Esta vez, al menos, Virgilio obró su magia.

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El emperador Adriano


Pero tanto Homero como Virgilio eran paganos, y con el establecimiento del cristianismo como religión oficial, la Iglesia no veía con buenos ojos considerar que poseían poderes adivinatorios: eso, en todo caso, sería potestad de las Sagradas escrituras. Y así surgieron las sortes sanctorum, que tenían como fundamento la Biblia. Aunque, dado que antes de  la invención de la imprenta eran raras las Biblias en un solo volumen, para estas sortes solía emplearse alguno de sus libros, generalmente Salmos, Profetas o los Evangelios. Así, en el siglo VII, el emperador Heraclio convocó tres días de ayuno público antes de consultar mediante estas sortes si debía avanzar o retroceder ante los persas. Al parecer, la respuesta fue tan poco comprometida que entendió que debía invernar con su ejército en Albania. (Desde la distancia que nos separa, es inevitable preguntarse qué necesidad había de obligar a todo el mundo a ayunar durante tres días, si el que pedía el consejo era él. Meterse con la dieta de la gente ha sido una manía recurrente a lo largo de la historia.) Ya en la Edad Media, un joven Francisco de Asís que había decidido prescindir de todos los bienes materiales, se resistía sin embargo a abandonar del todo los libros (algo que le honra, decimos); en esa tesitura, recurrió a los Evangelios para que le iluminasen. La respuesta que le dio el evangelio de Marcos (4:11) fue:
A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas
Francisco, Dios sabe porqué, interpretó que no debía tampoco tener libros.

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Empeñados en pintarlo con libros. ¿Será que no hizo caso a Marcos?


En fin, que como ven la creencia en que ciertos libros tienen el poder de guiarnos en cualesquiera circunstancias ha tenido una larga vida. Y, como era de esperar, ha sido también utilizado literariamente. Los que hayan leído La piedra lunar, de Wilkie Collins, sin duda recordarán a un simpático personaje, el mayordomo Mr. Betteredge, cuyo libro de cabecera es el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, una obra de la que está convencido que posee poderes adivinatorios. Esto da lugar a varias anécdotas realmente graciosas a lo largo de un libro que -a pesar del descabellado argumento que lo sustenta- sigue siendo de deliciosa lectura.

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Sustos y misterios en La piedra lunar


Así pues, hay margen para creer que los libros son algo más que páginas y tinta (o bits digitales). Enseñan, divierten, y también son capaces de guiar en momentos de tribulación. Aprovechando que estoy releyendo estos días a Homero, de la mano de la loable iniciativa de El infierno de Barbusse, me dispongo a intentarlo a mi vez. ¿Qué me indicará mi Odisea? Esperemos que el divino Homero no me sugiera que renuncie a los libros. En eso, seguro, no le voy a obedecer.  

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