Ruinas de la biblioteca Holland House en Londres, en 1940, durante uno de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial
Las bibliotecas custodian la Historia y la preservan ante la eventualidad de que el género humano pierda la cabeza y se líe a palos masivamente. Sucede que en la contienda, en la refriega, en el yo te invado antes de que tú lo hagas o yo te tiro una bomba por si a ti se te ocurre la misma idea, son las bibliotecas las primeras que padecen el desvarío de los contendientes. Parece que se esmeran en que las bombas caigan en ellas. Se obstinan en reducir a escombros las bibliotecas y las escuelas. A veces, según las circunstancia, arremeten contra las iglesias. Quedan en pie las tabernas y los puticlubs, por si hay gana de farra cuando han terminado de pasar las ambulancias o se han enterrado a todos los muertos. La visión de una biblioteca destrozada produce en quien las ama una desolación muy difícil de describir. Cuando el dolor es hondo, si ha alcanzado los adentros, resulta duro pensar con calma, escribir o hablar sobre lo que se ha perdido. En el duelo el pulso narrativo languidece, flaquea, se pierde invariablemente, pero lo que se escucha o lo que se lee es verdadero, no obedece a ningún ardid literario, ni se deja cortejar por las modas. Los libros no sólo arden muy bien, si se les arrima un fuego que no se desmaye en la tragedia de hacerlos ceniza: también mueren con absoluta soltura. Parece que no les importa. Como si lo que les sucede estuviera registrado en alguno de ellos, justamente en los que están padeciendo el rigor de las llamas. No hay nada que no se haya escrito. En alguna época, alguien constató el terror o el amor o la belleza. La literatura es una extensión de ese volcado ancestral. Se anudan los argumentos, se expanden, adquieren volumen, incluso parecen otros, aunque en realidad sean los mismos de siempre, los que contaron los griegos o un bardo inglés o un novelista metido en contar andanzas caballerescas. Arden los libros, se les da bien arder, pero hay otros que les suplen. A cada libro sacrificado, hay otro que acecha para ocupar el hueco vacante. Si las bombas derriban una biblioteca, los supervivientes levantarán otra y colocarán con mimo los volúmenes en las baldas. En alguno se transcribirá la historia de los que prendieron la mecha y de los que la vieron prender. Estará el pasado y se entreverá el futuro. Lo que sí es cierto (no hay otra verdad más fácilmente defendible) es que el libro permanece. No hay objeto mejor pensado que él. Si tuviéramos que elegir uno solo, un solo objeto que representara el progreso del hombre, no habría ninguno mejor que un libro. El fuego no los hace perecer. Duran mientras alguien relate lo que leyó en ellos y otro se empecine en registrarlo para que no se pierda.