Don Mateo Saldaña, profesor emérito de la Universidad Autónoma, había dado con un curioso sitio web mientras comprobaba las fuentes bibliográficas de la tesis doctoral de una de sus alumnas, y necesitó una buena dosis de paciencia para poder acceder a él.
Con la contraseña en su poder, el profesor Mateo Saldaña pulsó sobre la figura de Minerva y, tras introducirla en la ventana de autenticación, se desplegó en gruesa tipografía un breve texto, enigmático, casi sobrecogedor, que parecía concebido por una mente imbuida, cuando menos, de desbordante fantasía y redactado con una solemnidad más propia de un dramaturgo que del propietario de un fichero informatizado, pero a cuya intensidad resultaba difícil sustraerse, de manera que el profesor se sintió un poco como Alicia frente al espejo, como si estuviese a punto de entrar en otra dimensión mágica o sobrenatural, tal era la fuerza de las palabras:
"Visitante, acabas de traspasar el portal de Biblos, Templo del Conocimiento que existe únicamente para esclarecer el camino de la humanidad con la luz que nos llega desde el pasado. Aquí se archivan y conservan palabras sublimes, ideas extraordinarias, hechos, acontecimientos, vida y semblanza, conceptos decisivos y axiomas incuestionables, inventos geniales, revelaciones, descubrimientos, proyectos y, en fin, páginas que se perdieron con el devenir de los siglos, pero que no por ello son menos ciertas que otras que subsistieron. Cada uno de los documentos que observes y examines, bien que virtual, será real, correspondiéndose fielmente con el original que representa".
Mateo Saldaña pensó que aquello era ya demasiado. Quienquiera que hubiese creado el sitio había ido demasiado lejos como para continuar ameritando credibilidad. No podía tratarse más que de una broma colosal o del producto de una mente trastornada. No obstante, tenía que reconocer que excitaba su curiosidad hasta límites irresistibles y que, llegados hasta ahí, resultaba imposible eludir la tentación de averiguar qué arcanos se esconderían en él.
Y así, una vez aceptada la lectura del solemne discurso, vio cómo se cargaba una nueva página que representaba una porción de un muro de sillería en el que cada uno de los bloques de piedra tenía grabada una letra. Al ser señalados con el puntero, se desplazaban hacia afuera. Sin olvidar la misión que lo había llevado hasta allí, el profesor se fue hasta el sillar que tenía inscrita la letra H y, al pulsar sobre ella, apareció una pantalla semejante a un pergamino completamente lleno de palabras en letra mayúscula, ordenadas alfabéticamente y separadas unas de otras al estilo latino, es decir, por puntos. La mayoría correspondían a nombres propios o topónimos, y el señor Saldaña necesitó un par de minutos de detenida observación para encontrar a Hannibalis Barca en medio de aquella atiborrada sopa de letras. Situó el puntero sobre el nombre, pulsó el botón y se desplegó una extensa relación de vínculos.
A medida que leía las irregulares líneas de letra pequeñita y azulada, el más absoluto de los asombros se dibujó e inmovilizó, como si hubiera sido una grotesca máscara, los rasgos de Mateo Saldaña, que apenas podía dar crédito a lo que estaba viendo. Se trataba de una inimaginable, casi imposible, lista de textos y autores perdidos en las arenas del tiempo: ahí los escritos de Fabio Píctor, los volúmenes extraviados de la Historia Universal de Polibio, los documentos de Claudio Cuadrigario, la Historia de Roma de Celio Antipater; ahí los libros del lacedemonio Sosilo, que fue el maestro de letras griegas de Aníbal, los Libri Punici, que Escipión Emiliano entregó al príncipe númida Gulussa para intentar salvarlos de la destrucción de Cartago; ahí también los escritos del griego Sileno de Kalé Akté, que formaba parte del entorno del jefe cartaginés, y una larga relación de documentos conocidos pero igualmente desaparecidos, así como otros completamente desconocidos para el profesor. Antes de seguir adelante, Mateo Saldaña se recostó en el sillón, se llevó las manos a la nuca y por unos momentos se entregó en los brazos de la fantasía y la imaginación, dejándose llevar por la idea de ver recobrados de pronto todos aquellos libros que conformaban el sueño de cualquier historiador: un paraíso de verdades desveladas, una muchedumbre de personajes aguardando a que se les hiciera justicia, emperadores, guerreros, sacerdotes, nigromantes, estrategas, filósofos, amantes, semidioses, soldados, batallas, hechos nunca conocidos, una subversión de lo tenido por cierto hasta el presente e, inevitablemente, una difracción en el curso de la historia.
La llegada del hombre a la luna me pilló con pantalones cortos y estudié en una universidad aún revuelta por la transición. Un travieso gusanillo interior me llevó a Centroamérica, a dedicarme en cuerpo y alma al sufrido oficio de cooperante, que me ha dejado unas cuantas arrugas, muchos amigos, el amor por la literatura hispanoamericana y una cantidad indeterminada de historias por contar. www.laotraliteratura.com Ver todas las entradas de julioalejandre