Cuando viajo, el tiempo pasa aún más deprisa que en casa. No me parece que haga ya casi cuatro semanas que estoy en Bielorrusia, y el momento de la marcha se aproxima a ritmo acelerado: tanto más rápido cuanto más cerca está. Pese a que aquí he conseguido levantarme antes de lo habitual, los días se me hacen igual de cortos; y por la noche, cuando quiero darme cuenta, ya es bien pasada la hora de acostarme. Pero discurra como discurra el tiempo, ¡qué absurdos me parecen siempre este transitar hacia ninguna parte y esta soledad desesperanzada! En ausencia de una meta, el movimiento no tiene sentido. Mi escritura es como esas señales de radio que los astrónomos envían al espacio vacío con la huera ilusión de que algún día las reciba una vida que pueda entenderlas... y responderlas.
A medida que se acerca el final de mi viaje va inundándome una cierta melancolía y esa decepción de vagas espectativas frustradas que sólo el alma conoce y la razón apenas intuye: la quimera de que un incierto mañana traiga lo que mil ayeres no trajeron. ¿Pero qué hacer, sino seguir vagando? Es el mito de Sísifo: "eso, o". No hay más alternativas.
Descartada la opción de Rusia, durante mis últimos días en Viciebsk estuve preparando el regreso a casa. Había dos opciones: cruzar la frontera por las cercanas Letonia o Lituania y coger desde allí un vuelo a Madrid, o volver por donde había venido, vía Brest y Varsovia. Esta variante me acobardaba un poco a causa de las interminables colas que hay siempre en el control fronterizo de entrada a Polonia, pero finalmente me decidí por ella porque resultó que desde los países bálticos no había vuelos directos, y yo estoy ya demasiado aburguesado como para andar haciendo conexiones.
El gobierno bielorruso tiene una página muy completa para ver el estado de todos los puestos de control con los países vecinos, donde no sólo publican información actualizada del número aproximado de vehículos en espera (separados por categorías: turismos, camiones y autobuses) e imágenes de las cámaras en tiempo real, sino con estadísticas, por días y horas, de las dos semanas anteriores; y con la ayuda de esta utilísima herramienta pude identificar el mejor momento (lo que ahora, por traducción literal del window inglés, llaman "una ventana") para pasar: entre el sábado a mediodía y el domingo por la mañana las curvas mostraban un mínimo absoluto; así que a eso me atuve y, aun perdiendo dos días de mi visado, válido hasta el lunes siguiente, compré los correspondientes billetes: el tren nocturno a Brest, la marshrutka que cruza la frontera y, para dos días después, el vuelo desde Varsovia hasta Madrid. Reservé también una noche de hotel en Biala Podlaska y otra en la capital polaca. Alea jacta erat.
CURIOSAS PRÁCTICAS BANCARIASOtra de mis últimas gestiones fue ingresar en mi cuenta unos doscientos rublos que iban a sobrarme. No me valía la pena volver a cambiarlos a euros, ni me servirían tampoco en parte alguna que no fuese Bielorrusia, así que decidí dejarlos allí pensando que tal vez más adelante puedan serme útiles.
Esto de ingresar o sacar efectivo en los bancos bielorrusos es una experiencia interesante, muy diferente y más engorrosa que a lo que estamos acostumbrados en occidente. Para empezar, en casi todas las sucursales suele haber algo de cola y hay que coger número para hacer cualquier gestión: si ésta involucra manejo de efectivo, en las cajas (casi siempre situadas dentro de unas cabinas individuales), y todo lo demás en las mesas. La espera varía entre cinco y veinte minutos. Una vez anuncian tu número y entras en la cabina, la cajera te pide la documentación (aunque sea para un ingreso); y pese a estar todo el sistema digitalizado, aquí no han aprovechado la tecnología para prescindir del papel; de manera que todo se hace por duplicado: tanto a través del ordenador como en soporte físico. Si tu pasaporte no está en ruso es importante llevar contigo la traducción oficial apostillada por el notario, pues si la mujer no es muy espabilada puede decirte que no entiende los datos. Luego, una vez tecleado en el ordenador lo que sea menester, la impresora matricial saca un metro de papel continuo que la cajera corta en tres partes con la tradicional ayuda de una regla; estampa una docena de sellos, echa unas cuantas firmas y te pasa dos de los trozos para que los firmes tú. A continuación llama a otro empleado para que ponga también su rúbrica en los papeles, y por último te devuelve los que te corresponden. Así que, hasta para la operación más tonta, el tiempo mínimo invertido es de cinco minutos. A nadie ha de extrañar, pues, que siempre haya colas. Me pregunto a qué obedece este excesivo celo y qué conclusiones pueden extraerse de esta práctica. ¿Se trata de dar todas las garantías al cuentacorrentista, o de desconfianza del banco hacia sus empleados? ¿Es una burocracia impuesta por las leyes o una rutina a propia iniciativa del sector bancario? ¡Vaya usted a saber!
Hay otra forma más rápida y sencilla de hacer estas y otras operaciones, que es a través de algunos cajeros automáticos o de las terminales electrónicas al efecto que hay en todas las sucursales; pero para eso conviene tener una tarjeta física, de la que yo carecía, pues de lo contrario te cobran -paradoja entre las paradojas- una comisión no desdeñable, pese a que al banco le sale gratis: si haces el ingreso o la disposición a través de la terminal sin tener una tarjeta, tienes que pagar el 1'5% del monto en cuestión, pero si lo haces en caja no te cobran nada, aunque en este caso la entidad asume el coste de pagar al empleado que te atiende. Cosas absurdas que tiene la vida.
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