Revista Cultura y Ocio

Bielorrusia. Cap. 14: El regreso

Por Zogoibi @pabloacalvino

El día de mi partida hube de pasar unas cuantas horas en la calle: el check-out en el hotel era a mediodía, pero mi tren no salía hasta las siete y pico de la tarde. Por suerte, hacía un día soleado y era agradable pasear por ahí. Un té con un cruasán en la cafetería de la esquina y, más tarde, el último almuerzo que hice en Batkova Jata me ayudaron a matar el tiempo.

Me encaminé tranquilamente hacia la estación con antelación sobrada, pensando en pasar otro rato en su comedor, pero -cosa extraña- resultó que no había, así que me fui a la vecina terminal de autobuses para tomar un té y escribir un poco. El día anterior Tatiana, la madre de Julia, se había acordado de mí y me había puesto unos mensajes preguntándome por mi llegada a Brest. La informé de mis horarios y me dijo que precisamente el sábado y el domingo los tenía libres, que pospusiera mi marcha de Bielorrusia y así podría ir con Valentina y ella al pueblo, donde tenían pensado encender la sauna. Pero yo no quería irme el domingo, por el problema de las colas en la frontera, y lo más que podía concederle era cambiar para la tarde el billete de autobús y pasar unas horas con ellas. Esta propuesta, en cambio, a Tatiana no le convenía, porque cuando va al pueblo se queda todo el fin de semana; así que lo dejamos estar.

Llegada la hora de la marcha, volví a la estación, donde aún hube de esperar un rato a que llegase el tren.

Al abordarlo, había ya otras dos personas en el compartimento que había elegido: una mujer un poco acaparadora del espacio y un hombre muy discreto cuyo semblante y aspecto me recordaban al protagonista de 17 momentos de la primavera. El viaje, de catorce horas, fue incluso más tranquilo que el de ida; transcurrió sin percance alguno y no se me hizo nada pesado. Al contrario: me encantan esos largos recorridos en coche-cama. La próxima vez que vaya a Rusia me propongo hacer la famosa ruta transiberiana: ocho o diez días desde Moscú hasta Vladivostok. Aunque no la haré toda de un tirón, claro. Más de dos o tres días sin lavarme es un castigo al que no necesito someterme, y además los váteres de los trenes, para cualquier cosa más allá de una meada, suelen dar un poquito de asco. Me pregunto si habrá vagones de primera preparados con buenos aseos para tan largas distancias. A veces los rusos saben ser muy sibaritas.

A la mañana siguiente el tren llegó puntual a su destino; y una hora más tarde, a las diez y media, salía la marshrutka. Ambas estaciones, la de autobuses y la del ferrocarril, están muy cerca una de otra, así que aún me sobró tiempo.

UNA RACHA DE SUERTE

Mi elección de aquel horario para cruzar a Polonia resultó ser idónea: pese al cierre de los otros dos puestos fronterizos, había muy pocos vehículos y el paso por el control fue el más rápido de los seis que he hecho hasta ahora: un récord de tres horas. Además, no tuve el menor incidente: mi recelo de que en migración hallasen alguna irregularidad con mi registratsia había sido, por esta vez, innecesario.

Durante el trayecto estuve haciendo un cambio de planes de última hora: en vista de que todo iba yendo según lo previsto y mi tránsito por la frontera prometía ser rápido, cancelé la reserva de hotel para ese día en Biala Podlaska y adelanté la que tenía en Varsovia, dado que, aunque aquí el alojamiento es más caro, podría hacer bastante mejor uso de mi tiempo si evitaba hospedarme en dos lugares diferentes. A continuación adelanté también, claro, el billete de tren, que ya había comprado para el día siguiente. El sitio web de los ferrocarriles polacos funciona bastante bien y el cambio fue del todo indoloro.

Desde la parada del autobús en Biala hasta la estación hay una distancia regular, pero como tenía casi dos horas para coger el tren y el día estaba muy bueno fui andando. Aun así me sobró un largo rato, que yo había pensado emplear en almorzar en algún restaurante que me cogiera de paso; mas no recordaba que estábamos a Sábado de Gloria y los polacos se toman los festivos del triduo pascual muy en serio: salvo uno de esos tugurios turcos donde venden kebab, más alguna tienducha, todo el comercio estaba cerrado. Así que hice la espera dentro de la estación, que estaba muy tranquila, y aproveché para recargar allí el móvil, que tan necesario es en estas largas jornadas de viaje.

Las otras veces que he hecho este mismo trayecto en tren he pagado primera clase, que hoy día son unos quince euros, pero como la probabilidad de perder el billete a causa de algún percance aumenta en proporción geométrica con el número de conexiones, en esta ocasión me pareció más prudente comprar uno en segunda, que cuesta la mitad. Y esta precaución resultó ser del mayor interés porque, gracias a ella, he aprendido que los vagones de segunda son ahora prácticamente igual de cómodos que los de primera, de manera que el doble gasto ya no vale la pena. Bueno es saberlo. Por cierto: ¡cómo han mejorado los trenes en Polonia desde la primera vez que cogí uno, hace ya cerca de dos décadas! En aquel tiempo, viajar en segunda era una lotería: los asientos no estaban numerados y los vagones iban a veces tan llenos que podía tocarte ir de pie en el pasillo.

Dos horas más tarde llegamos a la estación término, Varsovia Este, donde el viajero que quiera llegar hasta el centro de la ciudad debe coger todavía un transporte urbano. Yo había visto que el enlace óptimo para mí a aquella hora era un cercanías que salía sólo cuatro minutos después de mi llegada, suponiendo que ésta fuese puntual; y aun así no sabía si en tan corto espacio me daría tiempo a encontrar la vía adecuada. Caso de perder esa conexión, tendría que esperar media hora hasta la siguiente. Pero de nuevo hubo suerte y di con el andén correcto justo veinte segundos antes de que el cercanías se pusiera en marcha. Después, en la estación central, se repitió la carambola: tenía apenas tres minutos para coger el autobús que me llevase finalmente hasta la puerta del hotel, pero di con la parada sin dificultad y aún me sobró medio minuto.

Así que, entre unas cosas y otras, fueron las veinticuatro horas de viaje más endiabladamente afortunadas que he tenido nunca en cuanto a enlaces. Una racha de buena suerte muy poco habitual: uno tras otro, y sin necesidad de dar una sola carrera, los horarios me vinieron al pelo desde que cogí el tren en Viciebsk la tarde del día anterior hasta que llegué, casi un día después, al hotel en Varsovia. Las cosas, la verdad, no pudieron darse mejor.


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