Bienaventurado el que lee.
Apocalipsis, 1, 3.
Alguien ha dicho esa frase en la radio y me ha encantado. Me ha encantado porque yo leo (sí, mucho menos que de adolescente y de joven, pero aún leo) y quisiera ser bienaventurado por ello. Mejor dicho: Me siento bienaventurado por ello.
En la radio han dicho que así empieza el Apocalipsis: "Bienaventurado el que lee", y me ha gustado tanto que un libro tan terrible empezara con esas bellísimas palabras que he ido a consultarlo por ese prurito tiquismiquis de atesorar la cita exacta.
Qué plancha: Lo primero es que el Apocalipsis no empieza así, sino que eso lo dice nada menos que en su versículo tercero, y, como diría Walter Burns, el director del Chicago Examiner en Primera Plana, ¿quién llega hasta el versículo tercero? Pero eso da igual. Lo peor peor es que ese versículo dice justo lo contrario de lo que me habían sugerido en la radio.
Lo que dice el versículo tercero del primer capítulo del Apocalipsis es: "Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía, y los que observan las cosas en ella escritas, pues el tiempo está próximo"(1). Es decir: Bienaventurado quien lee ESTE LIBRO, y quien escucha al que lo lee (en las asambleas), y quien observa (es decir: guarda y cumple escrupulosamente)(2) lo que hay escrito en él.
Y, naturalmente, eso es justo lo contrario que celebrar los libros y la lectura, porque muchísimo peor que no leer nunca nada es leer un solo libro en el que se considera que reside toda la verdad. Leer y releer un solo libro (el que sea) es estúpido y peligrosísimo.
No: Por el contrario, quienes leemos amontonamos libros, nos sumergimos en ellos caóticamente, sin orden, por mero impulso, por pura ansia. Y nunca tenemos bastante.
Libros en doble fila, libros horizontales haciendo cuña, libros
de canto, libros buenos y malos, baldas combadas... el paraíso.
Se cuenta -es una leyenda, pero me interesa mucho su mensaje- que el golpe de gracia de la destrucción de la biblioteca de Alejandría fue dado por el califa Omar, que lo justificó diciendo: "Si todos estos libros están de acuerdo con el Corán son superfluos, y si no lo están son blasfemos".
Pues eso: La bienaventuranza de leer es justo la contraria: Libros que dicen una cosa y otros que dicen la opuesta, libros que nos divierten y libros que nos entristecen, libros que nos excitan en un sentido y libros que nos excitan en otro. Y de todo ello nace la ansiedad, la madurez, el criterio, la formación de la persona en este mundo tan contradictorio, tan caótico y tan extraordinario.
Los que leemos compramos más libros de los que podemos leer, y se van amontonando. Intentamos colocarlos con algún criterio, pero es imposible. La biblioteca sigue creciendo y se va descomponiendo. Lo curioso es que más o menos sabemos dónde está cada uno, pero también pasa que alguna vez compramos alguno que no recordábamos que ya teníamos.
Durante años leí, entre muchas otras cosas, las obras completas de Jardiel Poncela. Las tenían por tomos en la biblioteca de mi barrio. Sacaba uno prestado y me lo leía entero. Luego dejaba pasar unos meses leyendo otras cosas y algún día se me ocurría sacar otro tomo. Y así fueron cayendo todos.
Una vez, bajándome del 12 en la Plaza de Cristo Rey, de Madrid, llevando en la mano el tomo que tocara, me vio un compañero de la escuela. Su natural curiosidad lo llevó a leer el lomo del libro, y me dijo (más sorprendido que indignado): "¡Jardiel Poncela! ¡Pero ese no es arquitecto!"
Pues claro que no. Estaría bueno que un arquitecto -en este caso aún aspirante- no leyera más que libros de arquitectura. Como dice el lema de este blog, quien solo sabe de arquitectura no sabe de nada, ni siquiera de arquitectura.
Quienes leemos leemos de todo, desde ensayos muy sesudos a novelas muy divertidas. Estaría bueno. Eso es lo que nos hace personas.
Recuerdo que me tragué con gusto el Ulises de Joyce -la edición barata de Bruguera en dos tomos- a mis veinte años (más o menos), durante un verano en la casa de mis padres en Seseña. Me veo en el recibidor, con la puerta abierta para que corriera un poco el aire en ese calorazo, sentado en una silla de mimbre, desnudo de cintura para arriba, sudando, marcándome los mimbres en la espalda y yendo cada dos por tres a las explicaciones de José María Valverde para enterarme de cosas que se me escapaban por todas partes.
Dicho así es un tremendo rollazo. Pero tenía una enorme curiosidad por leerlo, y una necesidad de enterarme de todo lo que pudiera. Y lo disfruté. Ese arduo trabajo, esa aspereza, ese sacrificio y esa disciplina me hicieron gozar. ¿Por qué? ¿Cómo? No lo sé. Pero seguro que me entendéis. (Además tiene escenas muy divertidas).
Cada libro te recuerda en qué condiciones lo leíste. Cada libro es parte de tu biografía. Yo no podría (o no querría) volver a leer el Ulises ahora. Cada libro tiene su momento, y uno con el que no pudiste hace años lo tomas ahora y te encanta. Y al revés: Uno que leíste gozoso en tu juventud lo intentas releer ahora y ves que es insufrible. Cada libro eres tú mientras lo buscas y deseas, mientras lo lees y mientras lo recuerdas.
Por cierto: Si habéis intentado leer el tan traído y llevado maldito Ulises y no habéis podido no pasa nada. Yo no pude ni con el primer tomo de En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann, y eso que lo cogí cuando más fieramente leía. Pero no me pareció nada fiero y sí muy aburrido. Cada libro tiene sus lectores y sus momentos.
(Por otra parte, si os quedáis con la espinita clavada de no haber leído a Joyce yo os recomiendo que vayáis a Dublineses, y ahí leáis tan solo el cuento "Los muertos", y luego me decís).
Y si queréis leer otra cosa, pues otra cosa. Claro que sí. Incluso libros malos, flojos, comerciales. Unos libros son puerta de otros, y empezando por alguno deleznable quién sabe en cuáles se puede acabar. Vivan los libros malos. Claro que sí. Y vivan los buenos.
Yo he tenido la suerte de no haber estudiado letras y -por lo tanto- de no haber tenido que leerme nunca ningún libro por obligación. Por eso he leído a Homero y a Borges: Porque lo he hecho por gusto, con el mismo desenfado y el mismo placer con que he leído a Agatha Christie o a Wodehouse.
Qué gozada es leer. Qué maravilloso placer es tener la paz de espíritu, el tiempo, la disposición, la curiosidad y el sentido del humor necesarios para abrir la portada de un libro y dejarse llevar por la historia que atesora, dejarse conducir por las palabras y transportarse. No hay cosa comparable.
Bienaventurado el que lee.
Ya llegan los reyes. Disfrutad mucho. Ojalá alguien os quiera tanto como para regalaros un libro.
(Y de paso, si queréis, regaladme uno a mí. Yo me dejo. Hacedme feliz).
(1).- En esta santa casa manejamos la Biblia católica clásica, la de B.A.C., de Nácar y Colunga, que mi padre me regaló hace ya muchos años.
(2).- Acepción 2ª del DRAE: observar. 2. tr. Guardar y cumplir exactamente lo que se manda y ordena.