Metrobus o El Camello, como se le conoció popularmente en Cuba.
Por: Maikel Gonzáles Gonzáles
La puerta de la guagua me cortó en dos esta mañana. El chofer la cerró sin darse cuenta de lo que hacía. Más bien nadie se dio cuenta. Parece que la gente va muy metida en sus problemas y no advirtió que una mitad mía se quedó en la parada mirando con cara a medias entre la sorpresa y la bobería a la otra, que tenía mucho de contorsionista, por necesidad, porque tuvo que adaptarse por años a caber en el espacio mínimo donde podía estar y sobrevivir al mismo tiempo.
De unimembre pasé a bimembre, sin ser oración, siendo sujeto. Me quedó una mitad racional mecánica hecha en fábrica, preocupada por llegar temprano. La otra, había perdido las esperanzas y pensaba en volver a casa, al mismo tiempo que maldecía al transporte público. A lo mejor, fuera desempleada mañana, lo que no tiene tanta significación cuando el negocio particular ha florecido tanto.
Una, la que iría a trabajar a partir de entonces, el garabato medio acróbata con olfato veterano de las guerras de malos olores en las guaguas, podría llegar a ser jefe un día y le darían un carro. Un carro es mucho más que un carro. Es poder, es sex appeal, es tiempo a tu favor. Y todavía los soeces lo reprenden porque contamina el medio ambiente.
Dueña de un carro, mi mitad legendaria ignoraría a la otra y al hecho de que una vez fueron un solo cuerpo. Ni siquiera la saludaría, nunca le daría botella y siempre que tuviera la oportunidad la salpicaría de fango en la calle y se burlaría de su desgracia, la humillaría, lo que sucedería en sentido contrario si la mitad indiferente y escéptica tuviera una existencia prolífera en el sector particular.
“La suerte está echada” dirían las dos mitades, como Júlio César cruzando el Rubicón. Ahora son legionarias, lanzándose a una guerra que los demás tampoco notan, porque van muy ocupados en librar las suyas.