El escritor se monta en un avión. Va a emprender un viaje a New York desde Bilbao y empieza a desgranar sus emociones al respecto: el ligero temor al despegar, las fugaces relaciones con los pasajeros y con la tripulación e incluso las posibilidades de ocio a bordo. Pero le sucede algo más importante mientras sobrevuela el Atlántico: comienza a rememorar episodios familiares, algunos vividos personalmente, otros escuchados. Y a partir de estos materiales dispersos, construye una narración que básicamente se apoya en su memoria personal, que a la vez es la de su pueblo, Ondarroa.
Y son episodios de la vida en el País Vasco los que quiere evocar Uribe: algunos de gran importancia cultural, como la relación entre el pintor Aurelio Arteta y el arquitecto Ricardo Bastida, fruto de la cual podemos contemplar un edificio tan maravilloso como la sede del BBVA de calle Alcalá, en Madrid. Por supuesto, también está presente la sombra de la Guerra Civil, sobre todo en la persona de su abuelo, un nacionalista que terminó apoyando al gobierno de Franco. Y la violencia etarra, que ha seguido marcando la vida de la gran mayoría de los ciudadanos del Norte hasta hace bien poco, aunque este tema, siendo tan de actualidad cuando se publicó la novela, en la época de la ruptura de la tregua de ETA, no se aborda con la suficiente profundidad. Lo que sí se evoca con más hondura es la durísima vida de los pescadores: la mar es mala mujer, como dejò dicho Raúl Guerra Garrido.
Pero las pinceladas más interesantes de Bilbao-New York-Bilbao se producen cuando Uribe reflexiona acerca de la propia obra que está concibiendo - una novela - y evoca el proceso que conlleva su difícil construcción. Es interesante cuando utiliza el mundo de la pintura para establecer sus comparaciones, empezando por un cuadro de Giovanni Bellini:
"Este detalle del cuadro me hizo pensar sobre el proceso de construcción de una novela. Cómo hablar de quienes te rodean sin que aparezca uno mismo. Quería hablar de mi abuelo, de mi padre, de mi madre. Novelar mi mundo, llevarlo al papel. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Debía inventar nombres fictios o aparecería yo como narrador de la novela?"
Y también haciendo uso de la famosa técnica de Las Meninas velazqueñas:
"Velázquez pinta así lo que hay detrás de un cuadro, nos muestra cómo se pintaba un lienzo en su época, nos revela el artefacto. Pues bien, pensé que yo debía mostrar lo que hay detrás de una novela, enseñar todos los pasos que se dan a la hora de escribirla. Las dudas, las incertidumbres. Pero la propia novela no aparecería en la novela. Tan solo el lector podría intuirla, como intuye el espectador el retrato de los reyes que pinta Velázquez en Las Meninas."
En suma, la novela de Kirmen Uribe es un experimento muy subjetivo, que fue ganador del premio Nacional de Literatura en 2009, una concesión que a mí se me antoja un poco exagerada. Aunque no carece de puntos de interés, la narración está muy descompensada, alternando lo que parecen artículos de la Wikipedia, con descripciones un tanto banales de detalles el vuelo: las películas que pueden elegirse (con su año, su elenco artístico, su argumento...), la música que puede escucharse e incluso el momento el que hay que ponerse el cinturón de seguridad. El estilo es bueno y la idea de situar al propio escritor en tierra de nadie, sobre el Atlántico, para plantear sus reflexiones, tanto de la historia de su tierra como de su propia carrera artística, es excelente. Pero el resultado dista mucho de ser redondo: demasiada dispersión y muchos detalles intrascendentes que no conducen a parte alguna. Resulta curioso que en un determinado momento se hable de la escasa tradición literaria vasca, de un cierto complejo de las letras de Euskadi. Quizá algún día Kirmen Uribe represente la gran explosión de esta literatura, pero por si tenemos que juzgarlo por esta novela, solo puedo calificarla de experimento muy interesante, pero en buena parte fallido.