Si pensaban que iba a enfrentarme al mismísimo fin del mundo con las cuatro en ristre y mi amiga La Boticaria como único apoyo táctico estaban muy equivocados. No es que La Boticaria no sea apañada. Que lo es. Consiguió arrancar los aplausos de un vagón entero entreteniendo a mi prole a golpe de staccato, vibrato y toda el abanico de gorgoritos del que su garganta mal afinada es capaz. Cuando una pasajera le pidió un bis se le subió el éxito a la cabeza y a punto estuvo de hacer que nos bajaran en marcha con su sentida interpretación de One Little, Two Little, Three Little Indians.
Sin desmerecer el papel fundamental que jugó nuestra querida Boticaria, tamaño apocalipsis aéreo, terrestre y ferroviario requería la intervención de lo más aguerrido del panorama parisino. Necesitábamos a mi amiga La Jefa.
La Jefa se ganó el apodo a pulso en la carrera y su trayectoria profesional y personal no ha hecho más que confirmar lo que ya nos temíamos: es capaz de poner firme hasta al G20. Aquí donde la ven La Jefa se codea con Colin Powell, Tony Blair y Gorbachev, y se hizo un Londres-Madrid con el gurú de las cinco fuerzas en su avión privado. Ella no se toma una copa en un bar cualquiera, ella fleta una péniche en el Sena y monta un fiestón para cien personas.
La Jefa ha conseguido lo imposible: vivir en el uno, trabajar en la Rue Royale, no tener cocina y contar con una secretaria y un filipino que lo mismo le plancha las camisas que le pone una estantería. Tiene unos Louboutin, unos peep toe de cocodrilo del que muerde, un neverfull con sus inciales grabadas y el sábado me confesó consternada que Carolina de Mónaco le había copiado el casquete con tul que lució en la boda de los de Luxemburgo. Nadie como ella para conseguirme otro vuelo, tres paquetes de peladillas y un masaje de pies.
Con La Jefa liderando la comitiva nos dirigimos con paso firme a la estación de Étoile. Cuarenta y cinco minutos después, tras bajarnos unas quinientas escaleras con las niñas, las maletas y la sillita a pulso, probar siete máquinas hasta dar con una que aceptara tarjetas, jugarnos la vida en unas puertas-guillotina capaces de amputarle un brazo al mismísimo Conan y abrirnos paso entre una jauría humana para meternos de canto en un vagón en el que no cabía un alfiler, dimos con nuestras posaderas en el RER.
Veinte minutos después, una señora con un timbre de voz más caústico que el de Constatino Romero, nos comunicaba muy consternada que había habido cortes eléctricos y que toda la red de trenes se había visto afectada por lo que le habían ordenado detener el tren en la parada de Aulnay hasta nueva orden. No podía garantizarnos que pudiéramos llegar al aeropuerto pero a la vez nos recomendaba no abandonar el tren porque los andenes estaban congelados. Eran las 12:00 y las niñas seguían sin un cruasán que llevarse a la boca. Ni los sentidos a capella de La Boticaria eran ya capaces de apaciguar el hambre que atenazaba sus tiernos intestinos.
En un ataque de madrecorajismo propuse que nos bajáramos para coger un taxi que nos llevara hasta el aeropuerto. La Jefa me miró muy seria y me dijo: Ni muertas. Conozco esta zona y mujeres, rubias y blancas no salimos de una pieza. Quince minutos después, un ambiente de búnker empezó a extenderse entre los pasajeros. La Jefa quería fumar. Ya de paso le pedí que comprara unas chocolatinas para las niñas. La Jefa se armó de valor y se lanzó a los andenes siberianos sin mirar atrás.
De pronto se hizo un silencio sepulcral. La voz en off volvió a dirigirse a nosotros para comunicarnos que afortunadamente le habían dado permiso para proseguir nuestro camino. Con eso y un piiii desgarrador se cerraron las puertas y el tren se puso en marcha. Sin La Jefa.
Habíamos perdido a nuestro mejor marine en la ciudad sin ley. Sin dinero. Sin un billete de tren. Y sin más defensa que un bolibarradelabios de Marc Jacobs.
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