Después de aquel trance (durante un sueño cíclico), no me despertaba agitado ni dando un respingo, sino que parpadeaba y allí me encontraba, de regreso. Llegado ese momento, podía ocurrir que ya hubiese salido el sol; otras veces no habían transcurrido más que unas cuantas horas, pero siempre me daba la impresión de que en el sueño habían pasado días y días. Algunas noches la noche parecía haber durado más de lo que llevaba hasta entonces vivido, y sin embargo no había envejecido, como podía comprobar. Al despertarme, mi sensación corporal era siempre la misma: como si hubiese abandonado aquello y regresado allí, dejando el tiempo bajo la roca en algún otro lugar, o agazapado, quizá en un cráter interior, en una galería más de mi cerebro excavada por un gusano.
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La oscuridad se adecua a tu tamaño. Se apretuja contra ti, a través de tus apéndices y de tu esternón, con un conocimiento previo de tu complexión. Familiarizada con cada milímetro que te conforma, y los agujeros donde, y hasta la última célula (que te arrebata). Te desenvuelve con cuidado, dando vueltas, llevándose partícula a partícula de lo que queda de ti: colocando silencio donde encuentra palabras. Cuanto más deseas, más tesa, y menos necesita tener un nombre.