O al menos de parte de su historia, señores. The Lost Vikings, Warcraft II, Warcraft III, World of Warcraft, Diablo, Diablo II, Starcraft, Starcraft II... incontables son las horas de vicio que estos títulos me han dado desde que tengo uso de razón. Sí, sé que me dejo alguno, pero si no lo menciono es simple y llanamente porque no he tenido el placer de jugarlo. Ahora bien, puedo levantar la mano con orgullo y decir que quitando un par de títulos, he jugado a todas y cada una de las maravillas que Morhaime y compañía me han brindado desde que yo, con doce años, quizá menos incluso, de niño chico, vi por primera vez en casa de un amigo aquel maravilloso Warcraft II.
El resto, ya os lo podéis imaginar. Tardes de vicios insanos, peleas con el ordenador para conseguir instalar desde cuatro disquetes aquel Warcraft: Orcs & Humans en un 486 que ya daba sus últimos coletazos con un MS-DOS 6.2 y un Windows 3.1, y amor, mucho amor que no se quedó en aquellos juegos, sino que continuó con el paso de los años para volver con cada nuevo juego de la compañía hasta que llegó el inmortal, el invencible y el todopoderoso Starcraft.
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