Revista Cultura y Ocio

Bloomsday con quiquirigüiqui

Publicado el 24 junio 2010 por 500ejemplares

Bloomsday con quiquirigüiqui

Solemne, el rollizo Federico apareció en el baño de su apartamento de ochenta metros cuadrados sin siquiera sospechar que, al cortarse con la navaja mientras se afeitaba, su sangre de cordero pascual podría hacernos recordar el rito introductorio de una novela irlandesa. El rechoncho narrador de “El cielo de Ixtab” no podía adivinar que se hablaría de él un 16 de junio—la fecha de conmemoración del Bloomsday, en honor a Joyce y su Odisea. A Federico se le ocurre en ese momento la idea de simetría para referirse a la coincidencia entre el inicio y el final de su historia con Julia. Me conviene suponer que, como Leopold Bloom, Federico había desayunado los órganos de aves y bestias, y que ese banquete de mollejas, corazón, riñones y huevas de bacalao le causó indigestión; por eso no pudo darse cuenta de otras correspondencias que, en cierta forma, lo hacen semejante a los personajes de otras novelas en miniatura de El arquero dormido. Hay que respetar su desorden somático y permitirle que termine de arreglarse, mientras uno recuerda que los narradores de “La bailarina de Kachgar”, “El corazón ajeno” y “Lazos de sangre” también deben sufrir una variedad del “rompecabezas griego” que involucra a las imperfectas encarnaciones de Penélope o de Molly Bloom.

Los nombres de esos avatares son variados: Emilia, Julia, Águeda, Lucía. Todas ellas terminan por ser una especie de fantasma y lo llevan a uno a pensar en la naturaleza ilusoria de toda pasión. La prima Águeda, en particular, tiene la carga espectral de una prima mejicana del poeta Ramón López Velarde, se vale de esa homonimia para hechizar al pobre personaje que la ve, o cree verla. Hay que decir que un mínimo giro en algún callejón habría obligado a ese hombre de “El corazón ajeno” a emparentarse con las argentinas Faustina o Paulina—dos de las mujeres fantaseadas por Adolfo Bioy Casares. Por supuesto, al gordo Federico le conviene salirse de ese árbol genealógico: de hecho, su amorío con la ardiente Julia es el único que escapa a la infracción del incesto. Tal vez por eso su destino sea el menos doloroso: él sí tuvo la oportunidad de gozar por diez años, aunque con intermitencias, de la mujer fatal. Fugaz, pero recurrente, su relación con Julia tuvo las señas de la liberalidad. Al saberse el destinatario momentáneo de un cuerpo femenino, no le quedó otro remedio que aceptar que la felicidad consiste en unos contados momentos felices, como sabía Cernuda.

A sus congéneres de las otras novelas les va menos bien cuando tratan de inmovilizar el pasado y hacer de una imagen pretérita una realidad efectiva y persistente. Se debe decir, sin embargo, que ese fracaso tiene mucho de coproducción hispano-francesa. Como dirigidas por la mano maestra de Luis Buñuel, las novelas en miniatura de Ednodio Quintero apenas bordean el precipicio griego, sin terminar de caer en él—el protagonista de “Lazos de sangre” dice que va a lanzarse, pero esa declaración es únicamente un proyecto que no vemos cumplirse. El drama sensitivo de la separación y el desencuentro no tiene mayor cabida en este libro, como si la transitoriedad del oscuro objeto del deseo se aceptara al final como evidente.

Me atrevo a sugerir que ese carácter buñuelesco se vincula con la propia modalidad textual que Quintero ensaya en este libro. La precisión casi policial del relato tal como él lo ha concebido da paso aquí a una bifurcación de ondas y estampas que disuelve la línea anecdótica y, con ella, la solemnidad del infortunio. Creo que los monólogos de las novelas en miniatura son justamente lo que le permiten al autor remitirse a la noción de novela en miniatura: la autoridad de esa primera persona da cuenta, sucesivamente, de indagaciones propias del realismo, de elaboraciones oníricas, de recuerdos siempre encubiertos o maleados, de aspiraciones, de relatos que han sido relatados por otro y en algún punto han sido apropiados por la voz que nos habla… Esa diversidad era imposible en los antiguos laberintos griegos, como tal vez lo sepa el grueso Federico. La novela en miniatura donde éste se corta la mejilla participa del desconcierto que va retrasando el desenlace e incluso desconfía de él—pues lo concibe como una antigualla aristotélica. Las licencias y meandros que la narración se permite actúan como mecanismos de confort ante la situación sentimental, de modo que terminamos leyendo lo que podría catalogarse como la transcripción de una sesión psicoanalítica cuyo paciente es un opiómano y cuyo terapeuta ha leído más a un alborotado irlandés que a un austríaco afamado.

Aunque no tiene en común con las demás novelas en miniatura el signo pasional, “El arquero dormido” resume bien los procedimientos del libro. Federico se sentiría mal por no servir como ejemplo por más tiempo, pero es justo decir que si una novela en miniatura no es cuento largo, sino el modelo a escala de una novela conjetural—la versión reducida y suficiente de un escrito que puede o no tener un arquetipo—, el último texto del libro representa el género de una manera mucho más delirante y, a lo mejor, fidedigna. Haciendo acopio de la historia nacional, la imaginería del manga, la alegoría política, el cine de acción y el intertexto literario, en “El arquero dormido” se reescribe el tema de la casa tomada con la bufonería y las interrupciones propias de una novela de Dublín que se ocupara del país venezolano. Con un bate de béisbol en vez de una navaja, el personaje se encarga de hacer sangrar a las temibles invasoras, y así concluye con la nota optimista de Molly Bloom. En pocas palabras, “El arquero dormido” es el recuento de un Bloomsday con quiquirigüqui.

Es apropiado, entonces, que la presentación de estas cinco novelas en miniatura tenga lugar hoy: la fecha le permite a uno mezclar anécdotas y nacionalidades, como si la combinación del número dieciséis y el mes de junio justificara la mención de todo en un sencillo grano de arroz, .

*Palabras de presentación de “El arquero dormido”, en Mérida, en un Bloomsday criollo.

Luis Moreno Villamediana

Ilustración: “La muñeca de otro”, Ednodio Quintero


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