Garry Kasparov, tal vez el mejor ajedrecista de la historia, comentó una biografía de Robert “Bobby” Fischer, tal vez, el único ajedrecista que puede rivalizar con Garry por ese calificativo. El libro es “Endgame: Bobby Fischer’s Remarkable Rise and Fall–from America’s Brightest Prodigy to the Edge of Madness” de Frank Brady y Garry Kasparov comentó el libro en una nota en The New York Review of Books, traducida por Joaquín Ibarburu y publicada por “Ñ”, en su edición de la semana pasada. Seleccionamos algunos párrafos salientes de esa nota del campeón que todos extrañamos.Me resultaría imposible hablar de forma desapasionada sobre Bobby Fischer por más que lo intentara. Nací el año que logró un puntaje perfecto en el campeonato de los Estados Unidos de 1963: once victorias, sin derrotas ni empates. En ese momento tenía apenas veinte años, pero hacía años que era evidente que estaba destinado a convertirse en una figura legendaria.
Su libro Mis 60 partidas memorables fue una de mis primeras y más preciadas posesiones de ajedrez. Cuando Fischer tomó la corona mundial de manos de mi compatriota Boris Spassky en 1972, yo ya jugaba y seguía cada movimiento que llegaba de Reykjavik. El estadounidense había aplastado a otros dos grandes maestros soviéticos en su camino al título, pero en la URSS había muchos que admiraban en silencio su desenvoltura y su asombroso talento.
Soñaba con jugar con Fischer algún día, y terminamos por competir tiempo después, si bien en los libros de historia y no tablero de por medio. Abandonó el ajedrez competitivo en 1975 y se alejó del título que tanto había codiciado toda su vida.
Pasaron diez años más antes de que yo recibiera el título de manos del sucesor de Fischer, Anatoly Karpov, pero rara vez un entrevistador perdía la oportunidad de ponerme por delante el nombre de Fischer. “¿Le ganaría a Fischer?” “¿Jugaría con Fischer si éste volviera?” “¿Sabe dónde está Bobby Fischer?” En ocasiones sentía que estaba jugando una partida contra un fantasma. Nadie sabía dónde estaba Fischer ni si, dado que seguía siendo el ajedrecista más famoso del mundo, pensaba en un regreso.
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Por lo tanto, fue toda una sorpresa ver reaparecer al Bobby Fischer de carne y hueso en 1992, a lo que le siguió la primera partida de ajedrez de Fischer en veinte años, a la que a su vez le siguieron otras veintinueve. Fischer abandonó su exilio autoimpuesto atraído por la oportunidad de enfrentar a su viejo rival, Spassky, en el vigésimo aniversario de su encuentro por el campeonato mundial, así como por un premio de cinco millones de dólares. Fue así que un Fischer gordo y barbudo apareció ante el mundo en un balneario de Yugoslavia, un país en proceso de cruenta división.
Las circunstancias eran extrañas. El repentino regreso, el telón de fondo de la guerra, un oscuro banquero y comerciante de armas por auspiciante. ¡Pero era Fischer! Uno no lo podía creer. El ajedrez que mostraron Fischer y Spassky en Svefi Stefan y Belgrado fue, como se esperaba, desprolijo, si bien se vieron algunos destellos de la vieja maestría de Bobby.
¿Pero se trataba en serio de un regreso o volvería a desaparecer tan rápido como había aparecido? Fischer nunca volvió a jugar después de ganarle a Spassky en ese encuentro de 1992. El juego de Fischer estaba oxidado, y él parecía alterado, pero en lo que respecta al ajedrez siempre vio con claridad y fue honesto consigo mismo. Entendió que el Olimpo ajedrecístico ya no estaba a su alcance. Pero el fantasma había renovado su licencia para acosarnos un tiempo más.
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Es posible que la naturaleza del genio no pueda definirse. La pasión de Fischer por los rompecabezas se sumaba a interminables horas de estudiar y jugar ajedrez. La capacidad de trabajar tantas horas es un don innato. El trabajo duro es un talento.
Generaciones de artistas, escritores, matemáticos, filósofos y psicólogos han reflexionado sobre qué es lo que hace de alguien un gran jugador de ajedrez. En los últimos tiempos se han sumado a la búsqueda científicos equipados con modernos tomógrafos cerebrales que buscan centros de actividad mientras un maestro analiza un movimiento. Una competitividad obsesiva basta para crear un buen jugador de squash o un buen (o mal) ejecutivo de banca de inversión, pero no es suficiente para crear alguien como Fischer.
Esto no es necesariamente un elogio. Muchos buenos jugadores de ajedrez desarrollan exitosas carreras como operadores bursátiles y cambiarios, por lo que supongo que hay considerables combinaciones en las habilidades intuitivas de cálculo y de relación de patrones. La aptitud para jugar ajedrez, sin embargo, no es más que eso.
Mi argumento siempre fue que lo que se aprende a partir del uso de las habilidades que se tiene –a través del análisis de los propios puntos fuertes y débiles– es mucho más importante. Si uno puede programarse para aprender de las propias experiencias mediante un asiduo análisis de lo que funcionó y lo que no lo hizo, y por qué, el éxito ajedrecístico puede ser muy valioso. El juego me ha enseñado mucho sobre mis propios procesos de toma de decisiones, algo que es aplicable a otras áreas, pero ese esfuerzo tiene muy poco que ver con dotes naturales.
El brillo de Fischer bastó para convertirlo en una estrella. Fue su dedicación infatigable, hasta patológica, lo que transformó el deporte. Fischer investigaba constantemente y estudiaba cada partida importante en busca de nuevas ideas y mejoras. Tenía la obsesión de buscar libros y diarios, y hasta aprendió suficiente ruso para expandir su espectro de fuentes.
Analizaba a cada oponente, por lo menos a los que consideraba que justificaban una preparación. Brady recuerda comidas con Fischer en que escuchaba monólogos producto del profundo análisis del adolescente sobre las aperturas de David Bronstein antes de que ambos se enfrentaran en el torneo de Mar del Plata en 1960. Nadie que no estuviera preparándose para partidas por el campeonato mundial lo había hecho jamás con tanta minuciosidad. En la actualidad, todas las partidas de ajedrez que se han jugado en siglos están disponibles para cualquier principiante mediante un click del mouse . Pero en la era anterior a las computadoras, la investigación obsesiva de Fischer constituía una gran ventaja competitiva.
El juego de Fischer era de una objetividad asombrosa, y lo era mucho antes de que las computadoras eliminaran tantos de los dogmas y presunciones de los que durante siglos los seres humanos se valieron para estudiar el ajedrez. Posiciones que durante mucho se habían considerado inferiores se vieron revitalizadas como consecuencia de la capacidad de Fischer de observar todo como si fuera nuevo. Sus métodos concretos desafiaron los preceptos básicos, tales como el de que el contrincante más fuerte no debe dejar de atacar. Fischer demostró que la simplificación –la reducción de fuerzas por medio de intercambios– era a menudo el camino más fuerte si se mantenía la actividad.
El gran cubano José Capablanca había jugado de esa forma medio siglo antes, pero la interpretación moderna de Fischer de la “victoria por medio de la claridad” fue una revelación. Su dinamismo inició una revolución. El período entre 1972 y 1975, cuando Fischer ya se encontraba en el exilio autoimpuesto como jugador, fue más fructífero en la evolución del ajedrez que toda la década anterior. La actitud implacable de Fischer tuvo un impacto aun mayor en el mundo del ajedrez que sus resultados. No me refiero a ningún “movimiento especial”, como suelen sospechar quienes no están familiarizados con el juego. Se trataba sólo de que Fischer jugaba cada partida a muerte, como si fuera la última. Ese espíritu de lucha es lo que sus contemporáneos más recuerdan de él como jugador de ajedrez.
Si el genio es difícil de definir, la locura lo es aún más. Otra vez tengo que aplaudir la capacidad de Brady de sortear peligrosos obstáculos para presentar a Fischer en sus propias palabras y actos al tiempo que rara vez intenta explicarlos o defenderlos. Tampoco trata de diagnosticar a Fischer, al que nunca examinó un profesional sino que lo declararon culpable, inocente o enfermo millones de aficionados a la distancia. Brady tampoco cae en la trampa de argumentar sobre si alguien que padece una enfermedad mental es o no responsable de sus actos.
A partir de fines de los años 90, Bobby Fischer empezó a conceder esporádicas entrevistas radiales que revelaron un creciente odio por el mundo (diatribas antisemitas, alegría después del 11 de septiembre). De pronto, todo lo que no había pasado de rumores de las pocas personas que habían estado cerca de él desde 1992 estaba en Internet al alcance de todos.
Fue una experiencia devastadora para la comunidad ajedrecística, y muchos trataron de dar algún tipo de respuesta. Fischer estaba enfermo, decían algunos, tal vez esquizofrénico, y necesitaba ayuda, no censura. Otros le echaron la culpa a sus años de aislamiento, a los reveses personales, las persecuciones reales e imaginarias del gobierno de los Estados Unidos, la comunidad del ajedrez y, por supuesto, a los soviéticos, de haber inspirado su amargura.
Era evidente que esa paranoia desatada excedía en mucho la “locura” más calculada y hasta principista de sus años de jugador, algo que describe Voltaire en su Diccionario Filosófico : “Ten en tu locura suficiente raciocinio que guíe tus extravagancias y no olvides ser excesivamente obstinado.” La locura deliberada y exitosa, entonces, difícilmente pueda considerarse locura. Cuando Fischer abandonó el ajedrez, sus fuerzas oscuras internas dejaron de tener un objetivo.
A pesar de su horrible declinación, Fischer merece que se lo recuerde por su ajedrez y por lo que hizo por el ajedrez. Una generación de jugadores estadounidenses aprendió gracias a Fischer, y éste debe seguir inspirando a futuras generaciones como un modelo de excelencia, dedicación y éxito.
No hay moraleja alguna al final de la fábula trágica, nada contagioso que exija cuarentena. Bobby Fischer fue extraordinario, y sus defectos eran tan banales como brillante su ajedrez.
GARRY KASPAROV
“El maestro solitario”
(“ñ”, 05.04.11)