Lejos están los días en los que leía sentado y me distraía mirando el
inmenso azul por la pequeña ventanuca. La llenaba. Olores en dos
direcciones la atravesaban sin que mis ojos llorosos por su esencia
dejasen descansar al añil pintor que llenaba mis ojos. No aguantaban
fijos en la carrera de letras que se apoyaba en mis rodillas desnudas.
La habitación es fría, eso era lo que me animaba a envejecer con los
libros, a profundizar en sus historias y parafrasear los protagonistas.
Nada es lo mismo ahora, no tengo necesidad de desalojarme el cinturón,
soltarme los botones de la bragueta y bajarme los pantalones arrastrando
el calzoncillo. Nada es igual, mis días de lectura han muerto conforme
mi propuesta de fin de año se ha ido haciendo realidad. Pocas veces,
contadas, visito el espacio cultural. Simplemente cuando realizo mi aseo
diario, con añoranza, me siento sin levantar la tapa y recuerdo hasta
con alguna
lágrima, los momentos en los que mi piel se erizaba por el frio contacto
de la corona universal.
Ahora, mis visitas regulares son al guarnicionero o como lo llamen
ahora, me suelto el cinturón, lo coloco encima de su mostrador y lo miro
con una sonrisa triste. Ya me conoce, ya conoce mi locura. Cada vez,
una a la semana, que realiza lo que le pido, un sonido suena en sus
pupilas al cruzarlas con las mías, un
Un agujero más, me taladra dos para aprovechar y entiende que son los últimos. Me despide con abrazos humedeciéndome el hombro. Salgo a la calle entre los cansados edificios estirados del casco antiguo y vuelvo a aspirar el olor que me recuerda al salón de lectura.
Estoy débil y no lo siento. Es tan salvaje la sensación de conseguir un reto que anestesia toda mi imaginación, toda mi realidad. Camino erguido con equilibrios, ahora sin dolores, cubierto por un abrigo de invierno que oculta mi éxito. Cada semana ajusto mi cincha un hueco más, aproximadamente dos centímetros y va rodeando palpando despacio mi columna vertebral por encima de mis caderas. Ya no como, he deformado todas mis vísceras, he descolocado todos mis órganos empujando, aplastando unos con otros y están en un limbo artificial a la espera de órdenes que no llegan desde un centro que no ya no es neurálgico.
He dividido mi cuerpo en dos partes con diferentes funciones, porque como intuía el resultado es el adecuado. Cerrar el paso hacía la defecación tendría un efecto en la necesidad de la nutrición. Ahora puedo ver que existe algún efecto secundario pero son colaterales. Me siento cansado y mi cuerpo experimenta colores, dolores y sensaciones diferentes.
Quiero olvidarlas y me animo a comenzar de nuevo, esta vez con la gargantilla que me he comprado. Pienso que las sensaciones de estrechar las vías entre mi tórax y mi cabeza van a ser mucho más fuertes.
Texto: Ignacio Alvarez Ilzarbe