Ayer veía en Instagram una viñeta que decía «no eres mala madre: eres una madre que necesita más ayuda». Me pareció que encerraba una enorme verdad.
Esta mañana me encuentro en Twitter una polémica (¡qué sorpresa!) acerca de la legitimidad del bofetón de una madre desbordada.
No voy a entrar a juzgar a esa madre porque esa madre no soy yo y porque bastante tiene con lo suyo.
Pero sí me parece una ocasión propicia para «retransmitir» mi propio juicio: el del primer día que perdí los nervios con mi hijo.
Y he dicho el primero, ojo, porque no ha sido el único. Ya me gustaría.
El día en que perdí los nervios
Cuando empecé a ir a autodefensa hace unos años, una de las lecciones principales que saqué es que para defenderse de una agresión hay que estar dispuesta a ejercer la violencia. Que de nada sirve aprender técnicas de liberación o golpes efectivos si dentro de ti no estás convencida de que es legítimo defenderse cuando te agreden.
Suena a perogrullada, pero a quienes hemos vivido agresiones y nos hemos preguntado en bucle por qué no nos defendimos esa visión puede resultarnos el movimiento más difícil de aprender.
Pero un buen día, en que mi bebé estaba extraordinariamente intenso, me dio un cabezazo en el pómulo (el moratón me dejó una marca que aún tengo).
Y le devolví el golpe.
Y me quedé absolutamente horrorizada porque había sido un gesto automático. Me fui a la terraza, temblando, no podía parar de llorar. No me había costado ningún esfuerzo. Había sido facilísimo: ese dolor era insoportable, había sido originado por un golpe totalmente voluntario y por tanto me había defendido.
«Curiosamente», me resultó más fácil defenderme de mi bebé que de personas adultas que sí han tenido la intención de agredirme. Y esto no es agradable de reconocer ni de leer, pero es cierto; y no es casual.
Nos relacionamos con las criaturas desde una relación de poder. No finjamos que no es así, porque sería negligente. Somos responsables de su bienestar. Tenemos un nivel de desarrollo diferente y eso nos obliga a estar a la altura de esa madurez. Nos da potestad para fijar límites y normas. Pero también nos debería imponer estándares de comportamiento más elevados, porque estamos educando también desde el ejemplo.
Photo by Theo Crazzolara on Unsplash¿Qué aprende una criatura cuando la golpeas?
[Hago aquí un inciso porque no he sido suficientemente clara en la primera versión de este post: independientemente de si aprendiera o no, como persona que es tiene derecho a no ser agredida por nadie]
El problema aquí (a nivel pedagógico: a nivel ético el problema es muy distinto) es que tu bebé puede tener ganas de pegarte, incluso de hacerte daño, pero no tiene la capacidad de entender el daño que te está haciendo y, a ciertas edades, tampoco tiene la capacidad de no hacer algo que tiene ganas de hacer.
Mi bebé, en ese momento, me breaba a golpes, entre otras cosas porque era la reacción más fuerte que me provocaba; y como toda personita estaba aprendiendo que sus acciones pueden tener consecuencias en los demás, y como la mayoría de las personas lo estaba aprendiendo por una vía muy desagradable y muy poco adecuada; pero a quien le toca reconducir eso es a mí. Y a golpes no se puede.
No se puede enseñar con gritos que no se grita. No se puede enseñar con un golpe a no pegar. Sí, desde luego que te da un «material» muy comprensible: «Igual que te duele a ti me duele a mí cuando me pegas». Pero más te vale aprender a explicarle las cosas de otra manera: porque no puedes partirle un brazo para que entienda que es peligroso saltar de cierta altura ni puedes atropellarle para que aprenda a no cruzar más que en verde. Así que seguramente eres capaz de encontrar otra forma de poner límites, ¿verdad?
¿Qué me hace saltar?
Lo difícil es encontrar esa creatividad (para explicar distinto), esa templanza (para explicar despacio), esa paciencia (para explicar otra vez), esa firmeza (para explicar siempre) cuando una está absolutamente desbordada. Y esto me lleva a la primera frase: seguramente no eres una mala madre sino una madre que necesita ayuda.
Yo devolví aquel golpe porque mi hijo me hizo muchísimo daño; pero también porque no me permito a mí misma enfadarme, con lo que cuando el contexto me lleva por esa vía… no sé controlar la rabia. Es algo que trabajo en terapia: una de mis frases favoritas es «La ira es una herramienta, y la usamos contra los problemas, no contra las personas». Usa tu rabia y no tendrá esa necesidad de escaparse en cuanto que subes un poco la válvula de la olla exprés.
Yo me fui a gritos del parque porque estaba agotada, porque estaba enferma, porque no me permito parar cuando lo necesito y no dejo que se me cuide. Después de ir al médico, de unos días durmiendo algo más, de rebajar el ritmo en el trabajo, de permitir que las tareas de casa se acumulasen, mi energía para jugar había vuelto.
Yo dije aquellas cosas horribles porque después de una racha muy difícil me estaba pasando el día machacándome a mí misma. Pensando que todas las decisiones que había tomado últimamente eran un error… y que últimamente era un periodo que a veces incluía la totalidad de los años de mi vida. Esa voz machacona que estaba usando conmigo vio en mi hijo algo que me recordó a mí misma y saltó. Pero ni mi hijo ni yo merecemos esas palabras. Y más me vale entrenar para hablarme de otra manera, porque si normalizo decirme ciertas cosas terminan escapándoseme cuando hablo con los demás. En ello andamos.
Todo esto lo explica. Pero no lo justifica. En ninguna de esas situaciones me he atrevido a ser agresiva con nadie más. Fijaos lo claro que tenemos que esa no es forma de reaccionar que no lo hacemos en el trabajo. Con la pareja. Con amistades.
El mito de que las criaturas lo aguantan todo viene de que hasta hace muy poco nos ha costado ver que las criaturas son personas. Pero el daño que nos hacen cuando somos pequeñas ahí queda.
Por supuesto que no tiene por qué ser traumático y que se compensa con el resto de nuestras experiencias vitales. Que se puede reparar. Pero eso no quiere decir que no sea importante o que no haya que evitarlo. No se trata de minimizarlo. Lo que has hecho está mal y es importante no volver a hacerlo.
Photo by Raghavendra V. Konkathi on UnsplashVale, la he cagado. ¿Y ahora qué?
Y esto me lleva a la polémica del día: se puede defender que una persona no es mala sin defender lo que ha hecho. Yo hice mal devolviendo aquel golpe a mi bebé. Yo he hecho muy mal llevándome a mi hijo del parque a gritos. Yo he hecho fatal diciéndole a mi hijo frases crueles de las que me arrepiento y que sigo teniendo muy presentes.
Ahora: la culpa tiende a ser una emoción paralizante. De hecho, puede ser incluso contraproducente: porque te instalas en que te sientes culpable porque eres una excelentísima persona y te concentras tanto en castigarte que te olvidas de evitar el motivo de castigo. Es más: si ese malestar te desborda, te va a quedar mucha menos creatividad, menos templanza, menos paciencia y menos firmeza.
Para evitar la violencia contra la infancia (y sí, ese golpe que di a mi hijo es violencia. Esos gritos con los que me lo llevé del parque son violencia. Esa rabia con la que le dije cosas que tenía que haberme callado es violencia) hay que ser muy consciente de en qué punto estás.
Porque a veces la que necesita «tiempo fuera» eres tú. Porque a veces, igual que para que ellos dejen de dar golpes funciona mejor distraerles que confrontarles, abrazarles que golpearles, tú necesitas un poco de aire, un poco de compasión, que alguien te releve con una situación agotadora, recuperar fuerzas después de una mala racha, o dejarte llevar en un berrinche que te tenga una hora llorando en el baño por todas las emociones que te estás tragando últimamente.
Obsérvate. Date lo que necesitas. Pide la ayuda que te mereces. Recupera la calma, la energía y la compasión; pero no solo contigo, también con tu criatura.
Aprovecha la ocasión para enseñar a pedir disculpas. Para explicar por qué es tan horrible recurrir a la violencia. Para comunicarte sinceramente con tu criatura, para que vea que tú también tienes emociones, que a veces te desbordan, pero que igual que le pides que se controle tú te vas a controlar. Que sabes que lo has hecho mal y que igual que le dices lo inaceptable que es, sabes que es inaceptable cuando tú lo haces.
Eso puede ser muy constructivo y muy potente. Y puede reparar el daño que has hecho.
Pero no lo pierdas de vista: has hecho daño. Y debes hacer todo lo que está en tu mano para no hacerlo más.