Revista Cultura y Ocio
Uno no sabe a veces las causas, ignora los porqués. Cuando se precisan, en el momento en que hay razones, todo empieza a desfilar más rutinariamente. No tengo nada contra la rutina, En ocasiones, la abrazo y me conforta. Otras, huyo de ella, la desprecio, me perturba, me hace sentirme mal conmigo mismo, que es una de las peores cosas que le pueden pasar a alguien. El amor que le profeso al cine proviene de películas como Bola de fuego. La vi una noche, no sé qué edad tenía, pero no más de diez o doce años. No era la primera película que me gustaba, pero fue la primera a la que le concedí esa atención especial que no había dispensado a ninguna. Algo parecido a lo que sucede con el amor, cuando llega. Hace mucho tiempo que no la veo. Lo que guardo de ella dudo que se contamine con lo que ahora me cuente. La tengo en la bandeja del DVD. Me la voy a despachar en cuanto cierre este post. Creo que volveré a entonces, cuando había visto algunas películas, aunque ninguna había prendido. Las cosas, al prender, adquieren un rango distinto, ocupan una dimensión distinta, se hacen íntimas. Esas son las verdaderas propiedades. Y todavía no alcanzo a entender qué hubo, qué se produjo para que Bola de fuego, del inmortal Howard Hawks, esté en mi cabeza casi plano a plano y recuerde con absoluta nitidez las voces del doblaje y los gestos e incluso, si me apuran, restos del diálogo. Es el amor. No puede ser otra cosa.