Le conocí a Bolaño justo cuando salía de esa etapa de infinitos domingos en los que se había ido forjando su salvaje ánimo, le conocí al final de ese prodigioso año donde algunas cosas acababan justo de dar un vuelco para él y para su familia, ese año que empezó con Seix Barral publicándole La literatura nazi en América y terminó con Anagrama editándole Estrella distante.
Bolaño estaba –habría que decirlo con acento brasileño- maravillado. Nunca le había faltado el humor y ese año aún iba a faltarle menos. De aquel día en el bar Novo por encima de todo recuerdo haber tenido la sensación o presentimiento, al poco de conversar con él, de estar ante un escritor de verdad, algo que el lector debe saber ahora mismo, sin más dilación, que no es experiencia frecuente: “La poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito”; la sensación de encontrarme ante un chileno que no parecía chileno y se asemejaba en cambio mucho a la idea romántica que en la vida real había yo perseguido durante décadas, la idea que tenía de lo que debía ser un escritor. No hace mucho, Gonzalo Maier citaba un ensayo de Fabián Casas en el que este, al recordar a Bolaño, hablaba de lo mucho que echaba en falta a “los escritores de antes, a todos esos tipos que, como Cortázar, fueron mucho más que simples escritores y también fueron maestros, ejemplos de vida, faros potentes en los que él y sus amigos se proyectaban”.
A mí Cortázar nunca me pareció un faro, pero entiendo de lo que habla Casas. De hecho, ahora no creo engañarme si digo que, aquel día en el Novo, lo que no tardé nada en ver o en reconocer en Bolaño fue a un ermitaño lunático o mejor dicho, a “un escritor de antes”, esa clase de personajes que consideraba ya inencontrables porque creía que pertenecían a un mundo que había entrevisto en mi juventud pero que se había perdido ya para siempre; ese tipo de escritores que jamás olvida que la literatura, por encima de todo, es un ejercicio peligroso; alguien que no solo es valiente y no pacta ni un ápice con la vulgaridad reinante, sino que muestra una contundente autenticidad y que une vida y literatura con una naturalidad absoluta; un increíble superviviente de una especie en extinción; ese tipo de escritor sorprendente que pertenece con orgullo a una casta de gente zumbada, obsesiva, maníaca, trastornada en el buen sentido de la palabra: tipos obstinados, muy obstinados, que saben ya que todo es falso y que, además, todo absolutamente todo acabó (creo que cuando uno está en situación de medir las dimensiones de lo falso y del final de todo, entonces, solo entonces, la obstinación puede ayudarle, puede empujarle a darle vueltas en torno a su celda para así intentar no perderse el único y mínimo instante –porque ese instante existe- que puede salvarle); tipos en verdad más desesperados que la famosa revolución, lo que en cierta forma les convierte en herederos indirectos de los misántropos desahuciados de antaño.
Esos desahuciados vivieron en los tiempos en el que los escritores eran como dioses, vivían en las montañas cual ermitaños desesperados o aristócratas lunáticos; escribían en esos días con la única finalidad de comunicarse con los muertos y no habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y solitarios y respiraban en el reino sagrado de la literatura. Seguramente, los “escritores de antes” son herederos de los enigmáticos y misántropos ermitaños desesperados de antaño; son como los más oscuros tipos duros del callejón más difícil y por supuesto –lo diré para poder incluir aquí una nota de humor, acorde con la larga risa de todos estos años- nada tienen que ver, por ejemplo, con los grises escritores competentes que en su momento tanto proliferaron en la llamada “nueva narrativa española”; los “escritores de antes” van en busca de un modo muy personal de expresarse, no ignorando que en ese modo puede haber todavía –después del fin de la vieja gran prosa y después de la muerta casi ya definitiva literatura- un camino, quizás el último camino que recorrer. ¿O no? ¿O no hay ninguno? ¿Usted piensa que ya no hay ninguno? En ese caso, le recuerdo una línea –solo una línea pero qué línea- del cuento “Llamadas telefónicas”:
“B también piensa que el callejón no tiene salida”
Enrique Vila-Matas
Blanes o los escritores de antes
Foto de Roberto Bolaño