Revista Cultura y Ocio
Un solitario caminante discurre por la ciudad fermentada. Está tan oscuro que sería una obviedad hacer inquisitivas preguntas sobre la crisis de luz siendo tan real la noche como el apagón. Apenas se distingue su figura contrahecha más allá de un postrer suspiro en la planta de un hospital para cadáveres sin derecho a un último telediario. El poroso caminante tiene la dirección tan resoluta como esquiva. De sus sarmentosas manos cuelgan bolsas de plástico enmudecido. Va con prisas, va con lentitud, aleatoriamente. Lleva las bolsas de un sitio para otro sin que en su rastro se adivine si le esperan o le buscan. En el dudoso contenido aguardan a partes iguales respuestas y preguntas. Se ha parado en una esquina con la intención de encender un cigarro suelto para dar cuenta de él, si sus pulmones le hacen sitio en el atasco. Se oye una tos abandonada en medio del silencioso enjambre. Hace un frío demoledor. Se detiene para tomar su medicina y un oleaje ya gastado le recuerda a duras penas el calor que deben tener los vivos. Mas cuando el viaje parece tocar a su fin, sus ojos con alfileres supuran bolitas de sangre coagulada como mercurio extendido, dejándole tirado en la calle huérfano de conciencia junto a unas bolsas de plástico vacías.