Revista Opinión
Jair Bolsonaro acaba de ganar las elecciones en Brasil y el uno de enero próximo asumirá la presidencia del país más grande y poderoso de América Latina. A pesar de que los resultados eran los esperados, no deja de sorprender el hecho de que con él se viene a confirmar el auge que experimenta el protagonismo del populismo xenófobo y radical de extrema derecha que triunfa en el mundo actualmente. En ese sentido político, Bolsonaro es, hasta hoy, el último de la camada de canallas que consigue llegar al poder mediante procedimientos democráticos, pero dispuesto a desvirtuarla y mancillarla con una acción gubernamental que no duda en obviar derechos y libertades que se suponían consagrados en un Estado de Derecho. De hecho, durante la campaña no ocultó su voluntad de despreciar tales derechos en nombre de la seguridad y la mano dura contra el crimen, asegurando que ningún policía será enjuiciado por tirotear a un delincuente, siguiendo la línea dura de Donald Trump, quien propone combatir las muertes violentas que se producen en su país, como los once muertos en el atentado contra la sinagoga de Pittsburgh, armando todavía más, por si parecía insuficiente, a los ciudadanos para que se defiendan. Su idea es que, contra los forajidos, pistoleros de buen tino y gatillo fácil, como en el Viejo Oeste.
Fiel a un guión oculto, Bolsonaro, además, ocupará con militares varios ministerios, la vicepresidencia del Gobierno y otros altos cargos de la Administración –no en balde él mismo es un excapitán retirado, aunque expulsado del Ejército-, permitiendo que los uniformados vuelvan a dirigir departamentos clave del Gobierno, cosa que no se producía desde los tiempos de la dictadura militar de Humberto de Alencar (1964-1985). Asombra sobremanera esa “tutela” militar de un Ejecutivo que se aparta, así, de los estándares democráticos al uso, en que civiles elegidos por la voluntad soberana del pueblo pilotan el país y dirigen la acción política. El “tufo” castrense del futuro Gobierno apesta antes incluso de destapar la olla, aunque es coherente con las propuestas antidemocráticas y autoritarias del entonces candidato y ya electo presidente de Brasil, el extremista Bolsonaro, un nuevo canalla de extrema derecha, cuyos discursos a favor de las armas, la tortura o el encarcelamiento y exilio de opositores auguraban tal deriva autoritaria y cuasidictatorial.
Con más de la mitad de los votos emitidos, los brasileños eligieron al candidato que les prometió combatir la crisis económica, la violencia y la corrupción que se han cebado sobre el país en los últimos años. La hartura de la población con estos desmanes de los que ha culpabilizado, y no sin gran parte de razón, a los dirigentes izquierdistas del Partido de los Trabajadores, cuyo líder Lula da Silva cumple prisión por corrupción, ha aupado a Jair Bolsonaro al poder, gracias también al apoyo férreo de las poderosas iglesias evangélicas, cuyo voto ha sido crucial. Todo ello explica, en contexto, las amenazas del presidente, pronunciadas sólo ocho días antes de su elección, de que “a los enemigos rojos solo les queda la cárcel o el exilio”, y que, en su primera aparición televisada como presidente, Bolsonaro tomara las manos de los miembros de su equipo y se pusiera a rezar. Son mensajes directos para destinatarios claros. Igual que las soflamas que ha pronunciado para resaltar los valores militares que él mismo representa y, en palabras de su vicepresidente exgeneral, subrayar que los “héroes matan”, en justificación de los crímenes de la dictadura.
Por si faltase alguien a la pléyade de ultraconservadores filofascistas que emergen en el mundo, donde destacan Trump, Salvini, Farade u Orbán, entre otros, llega ahora Bolsonaro, el último canalla, para completar el cuadro. Las dentelladas que su giro autoritario propiciará a los derechos y libertades que hasta hora disfrutaban los brasileños y la agitación que causarán las prometidas políticas neoliberales, supremacistas y ultranacionalistas que ha asegurado implementar, provocarán brechas y profundas divisiones no sólo en el país, sino también en la región y en un mundo interdependiente, de consecuencias imposibles de valorar. De entrada, ya hay tendencia a no respetar a las minorías, en especial por su condición sexual, y al resurgimiento de la xenofobia, la islamofobia y la aporofobia en el discurso de esa élite evangélica, pudiente y racista que representa el nuevo presidente ultraderechista brasileño. Y la propuesta de proteccionismo comercial, neoliberalismo económico, cuestionamiento del cambio climático, seguidismo en política exterior de la “doctrina Trump” y otras medidas, como un probable traslado de la Embajada de Brasil a Jerusalén, pronostican unos venideros tiempos “bolsonaros” de agitación y quebranto social, político y económico.
Y es que, haciendo bueno el refrán, por si faltaba alguien, con Jair Bolsonaro parió la abuela. Sólo resta que España se apunte también al new age del ultraconservadurismo “sin complejos”, sectario y autoritario. Y pasos se están dando en tal sentido.