Revista Cultura y Ocio
Estoy casi en la edad de Juan Goytisolo cuando declaró a la revista Tiempo en agosto de 1993 que leía muy poco, que ya lo que más hacía era releer. No voy a especular con el paso del tiempo por hacer algo tan normal en mi trabajo; pues lo cierto es que he terminado el Quijote otra vez y ahora estoy leyendo Bomarzo. Leí la novela de Mujica Lainez hace bastantes años y no recordaba su grandiosidad. Me gustaría parecerme a mi compadre, que es capaz de recordar detalles relevantes de sus lecturas, incluso frases completas de los títulos más queridos. Seguro que se acuerda del anillo de acero incrustado de oro que Benvenuto Cellini regala a Pier Francesco Orsini en su primer encuentro. Yo soy un desastre para esta memoria literaria que, a pesar de todo, intento cultivar. Estoy leyendo Bomarzo y disfruto de su prosa, y me demoro a veces en anotar algo que me pueda servir para mis clases, aunque no creo que pueda programar una obra de seiscientas páginas dentro del plan docente de mi asignatura. Estoy encarando ya el último tercio del volumen, y vuelvo al principio para retomar cómo volvió a sorprenderme esa manera de construir una frase contraviniendo esas difusas recomendaciones de no separar el sujeto del predicado, y suspender y amplificar poéticamente el discurso con una subordinación antológica. Es después de que los hermanos de Pier Francesco lo hayan maltratado y él salga despavorido buscando el auxilio de su abuela, y se tope con la imagen temible de su padre: «Pero él, en silencio, como si hubiera sido una alucinación, porque la presencia de un personaje de tan hidalgo empaque resultaba imposible en el castillo de Bomarzo, donde los futuros sucesores de los Orsini andaban enmascarados o desnudos, convertidos en brujas y en esclavos, o como si yo hubiera sido un fantasma abominable, ni hombre ni mujer, que se ladeaba por escarnio y mofa —de tal suerte que, al fin de cuentas, no se sabía quiénes eran los seres reales y quiénes los ilusorios, en esa escena breve y peregrina—, dio un paso atrás, entornó la puerta sin ruido y corrió el cerrojo.» (pág. 42). La distancia postergante que hay entre «Pero él, en silencio» y «dio un paso atrás, entornó la puerta sin ruido y corrió el cerrojo» es una pura delicia.