Revista Cultura y Ocio
Hubo un tiempo en que me encantaba la palabra bonancible. La usaba en cuanto podía. Para lo que me gustaba, la usaba poco. Había situaciones en las que, sin venir a cuento, la sacaba, la aireaba, la exponía a la consideración de quienes me escuchaban. Hay palabras que hablan del que las dice más que una frase o un parlamento entero. Te puedes tirar una noche entera hablando sobre los desahucios, blandiendo argumentos de fuste, sin que te hagan ni puñetero caso, pero ah si dices bonancible. En el momento en que la palabra escapa de su jaula y se iza en el aire como un arresto de campanas todo el mundo se queda mirándote y algunos, los más osados, los más sensibles también, la repetirán sin estruendo, como si fuese la primera vez que la escuchan. Lo hermoso de las palabras está en que ensamblan bien entre ellas. Lo hermoso es que suenen primerizas, hagan que el asombro (el fonético, el semántico) percuta adentro y reverberen como si fuese una brizna obstinada de eco en el aire. Si no calzan las palabras, ladran. Hay palabras de un estruendo insoportable que, movidas de campo, adquieren un melifluo pulso de junco al que el viento mece y engalana. También al contrario: palabras de una deliciosa sonancia, de las que sustancian lo más dulce y sereno y apacible, que se embrutecen y afean si son reproducidas sin esmero, cosidas a otras con las que no congenian. Está el mundo de las palabras así de caprichoso para los que las amamos. Prefiero dejar mis excentricidades semánticas para los posts. A veces cuesta meter bonancible en una frase, hacer que se mantenga y no flaquee en su desempeño. Hoy debo decirla al menos dos veces. A ver cómo se nos da la empresa.