Bajo una suave llovizna, el piloto del avión de TAM anunciaba que habíamos aterrizado en el Aeropuerto Internacional de Paris. Tras una larga escala en Rio de Janeiro (también bajo la lluvia) y un vuelo tranquilo de 11hs, un cartel me recibía con la leyenda “Bienvenue en France”.
¿Francia? Años de soñar con esta Odisea y… ¿Ya estaba en Europa? No del todo. Todavía faltaba pasar por el temido control de fronteras europeo.
Para los que no somos ciudadanos de la Comunidad Europea, ingresar al espacio conformado por los países de Europa Occidental (llamado “Zona Schengen”) puede ser todo un desafío. Antes de un viaje así, se escuchan muchas historias de turistas deportados.
Según dicen, Madrid es el más complicado para los latinos, pero hay relatos como esos sobre todos los aeropuertos. Por lo menos, suelen interrogarte un rato si no tenés todo perfectamente en regla. Quizás sólo para divertirse con nuestro sufrimiento.
La lista de requisitos es bastante estricta y claramente un viaje sin destino y para nada organizado como el mío no los cumplía a todos, ni iba a ser bien visto por ellos cuando empiecen con sus preguntas.
“Es su turno, señor”. El anuncio me despejó de todos mis pensamientos. Estaba armandome un chamuyo bárbaro para cuando me pregunten y así evitar decir que iba sin itinerario ni tiempo limitado. Un uniformado me hacía el gesto de pasar y me pedía el pasaporte. Trague saliva y se lo dí.
Estampó el sello sin más, y me señaló la puerta de salida. “¿Eso es todo?”, le pregunté sorprendido. Tras su confirmación ya estaba, ahora sí, en Europa, con mi primer dibujito plasmado en el pasaporte y una imborrable sonrisa de oreja a oreja. Había dado el primer gran paso en este viaje. O más que un paso, era un tremendo salto en largo.
La lluvia seguía cayendo cuando me dirigí a tomar el tren al centro de la ciudad, donde había reservado previamente un hostel que pueda sumar al cuento que pensaba hacerles a los muchachos de aduana.
Garronié (palabra que suena muy francesa!) el pasaje de un tipo que iba al aeropuerto y le había sobrado. Recordé inmediatamente un repetido consejo de mis padres: “No aceptes nada que te de nadie”. ¡Todavía ni había salido del aeropuerto!
El tren va por la superficie hasta cruzar la autopista que separa Paris de las afueras. Allí se mete bajo tierra para convertirse en una línea más de subte. Apenas al salir del tren, a unas cuadras de mi hostel, un edificio colosal, con más de 20 majestuosas columnas y una increíble cúpula, estaba adelante mío. El “Panteón” sería sólo el primer sacudón mental que Paris me tenía preparado para los siguientes días.
No es la intención de este blog contar detalles específicos de cada lugar. Wikipedia o una buena guía de viajes serían mucho más útiles para eso.
Para quién ya haya estado en Paris lo que sigue sonará trivial. Para quién no, la “ciudad luz” es una sorpresa en cada esquina. Visitarla con un plano en la mano no es para nada recomendable.
Primero, porque bajar la cabeza a un papel todo el tiempo sería un desperdicio de las bellezas arquitectónicas que uno tiene delante.
Segundo, porque seguir un camino impide perderse. Y perderse en Paris es una delicia. Cada callecita empedrada, cada placita y cada puente valen la pena para parar y observarlos.
Y tercero, los mapas de Paris resaltan sólo los lugares más turísticos. Hay impresionantes iglesias o monumentos que ni figuran en los mapas y nomás se encuentran así, dejándose llevar.
Decidí por lo tanto decirle “no” al metro, y caminarla para poder verla bien. A veces, ni siquiera llevaba la mochila o una cámara de fotos. Uno suele estar tan atento a sacarle fotos a todo, que casi no disfruta de lo que está viendo.
Paris es una ciudad con mucha vida. Los típicos barcitos son una postal con la gente tomando café o leyendo el diario cada mañana. Tanto de día como de noche, rincones como el Barrio Latino o Montmartre se llenan de estudiantes y de artistas, creando una imagen muy dinámica y entretenida.
Los puestitos de comida callejeros y las panaderías no paran de recibir clientes, y todos andan con exquisitas baguettes bajo el brazo. Se podría decir que la baguette es a los parisinos lo que el termo a los uruguayos.
El Louvre, que para quienes disfruten de la historia y del arte, es un lugar donde podes pasar horas y horas, y más allá de no terminar de ver todo, uno no quiere irse jamás.
Y es para destacar la ciudad por la noche. Creo que no olvidaré jamás haber subido a la Torre Eiffel el último día, viendo todo Paris desde lo alto, reconociendo los lugares por los que había pasado días anteriores, observar el sol ponerse por el oeste creando un juego de colores hermoso en el cielo, y maravillarme al ver poco a poco como la ciudad se iba iluminando hasta formar una postal nocturna impactante.
Pese al frío de la noche, decidí bajar y volverme los 3km que me separaban de mi hostel caminando lento por la costanera del Río Sena y disfrutar de los edificios, las torres y los puentes iluminados con esa fantástica luz amarillenta.
Así pasaron mis días en la capital francesa. En parte, comenzando a acomodarme a esta nueva etapa nómade y terminando lo que no llegué a hacer en Buenos Aires, pero sin duda, dandome el primer panzazo de vida europea. Por lo que todos dicen, Paris sólo será la primera en sorprenderme, pero claramente no será la única. Y eso me anima aún más a continuar dejando mis huellas por el viejo continente.
Lo próximo será cruzar en ferry el Canal de la Mancha para el segundo destino de esta Odisea, que no promete ser menos que el primero: Londres, Inglaterra.
A continuación, unas cuántas fotos más… Saludos a todos!