Revista Cultura y Ocio
Poco después del día del cementerio, vi una librería de segunda mano y entré. Supongo que lo hice en respuesta a la idea de Marilyn de que tenía que llevarme un libro raro. Paseé de estantería en estantería sin tener una idea clara de lo que quería, y ya estaba a punto de marcharme cuando me llamó la atención un viejo libro encuadernado en cuero. Lo saqué. Las tapas estaban gastadas y rotas y había páginas manuscritas sueltas a punto de caerse. Eran pequeños grabados muy antiguos pegados aleatoriamente en las páginas con imágenes de personajes célebres como Pascal, Boccaccio, Tennyson y Edgar Allan Poe, y había también pequeños grabados de paisajes de Italia, Alemania y Escocia. El librero, con un gesto de indiferencia y despreocupación, dijo que podía llevármelo por quince dólares. Lo pagué y me marché a toda prisa por temor a que cambiara de opinión y me dijera que había cometido un error. ¡Aquel libro tenía mucho más valor!
Fui a un restaurante para poder sentarme y estudiar mi nueva adquisición. Leí los hermosos poemas escritos a mano y examiné con detenimiento las imágenes. Se trataba de un álbum que una dama había comenzado a elaborar en Escocia alrededor de 1830. En él escribió sus propios pensamientos y poemas, así como otros copiados de personajes famosos.
Llamé a Marilyn para comunicarle que había encontrado algo fuera de lo corriente, que tenía que enseñarle un libro y compartirlo con ella para leerlo juntos. El acuerdo al que llegamos en el cementerio para ir a la playa y leer juntos podía materializarse ahora gracias al hallazgo de aquel libro. Unos días después, Marilyn y yo nos fuimos a la costa, a una playa desierta al norte de Malibú, donde leímos las primeras páginas del libro con una lupa para descifrar aquella hermosa caligrafía tan pequeña.
Recuerdo perfectamente los poemas que más le gustaron. Casi se le saltaron las lágrimas en varias ocasiones y es que, aunque Marilyn no era una persona que se echara a llorar fácilmente, por muy profundas que fueran las emociones, los poemas la conmovieron enormemente. Tuvo que contenerse para no romper en sollozos mientras leía un poema titulado “Lines on the Death of Mary” (Líneas sobre la muerte de Mary). Me dijo que encajaba con ella, pero que la mujer que había escrito el poema olvidó escribir el “lyn” detrás del nombre de “Mary”. Recordé que unos días antes, en el cementerio, me había dicho que prefería una vida larga y feliz y ahora estaba diciendo que no viviría mucho tiempo… ¡El poema que estábamos leyendo sobre la muerte de Mary era una predicción de que ella moriría joven!
Terminó la lectura y empecé a hacerle fotos, una a una, describiendo los distintos estados de ánimo que ella interpretaba para mí: toda la gama de posibilidades que ofrece la vida, describiendo la felicidad, la reflexión, la introspección, la serenidad, la tristeza, el tormento, el sufrimiento. Incluso le pedí que me mostrara cómo imaginaba ella la palabra “muerte” y la interpretó tapándose la cabeza con una manta.
La siguiente foto fue idea suya. Me indicó que preparara la cámara porque iba a mostrarme cómo sería su propia muerte, algún día. Miro al suelo con una expresión sórdida, indicando que el significado de la fotografía sería “THE END OF EVERYTHING” (“EL FINAL DE TODO”). Disparé la foto rápidamente y le pregunté por qué se imaginaba una muerte tan sórdida, tan negativa, en lugar de mostrarme una sonrisa tranquila, como si la muerte no fuera más que pasar de un mundo a otro, una hermosa transfiguración. Marilyn insistió en que así era como imaginaba su muerte.
La siguiente foto fue idea mía. Le pedí que se tumbará en el suelo para mostrarme el aspecto que tendría muerta y, de nuevo, disparé la foto. Estaba anocheciendo y seguíamos haciendo fotos en lo alto de un acantilado, con vistas al océano. Tanto el escenario como la luz del ocaso eran magníficos y me apetecía tomar fotos más poéticas de ella pero, después de fotografiar su rostro simulando la muerte, de repente se puso en pie y medio en serio medio en broma empezó a gritarme: “¡Córcholis, mira cómo me he puesto el pelo por tu culpa! ¡Esta noche tengo una cita!”. Y empezó a agitar la cabeza y a quitarse las briznas de hierba enredadas en el pelo. La tranquilicé prometiéndole que algún día haría un álbum precioso con sus fotos y las citas más hermosas de mi libro, e incluso algunos de los poemas del álbum que acabábamos de leer juntos. Me hizo un observación muy curiosa: “¡André, no publiques ahora esas fotos, espera hasta que me haya muerto!”. Le pregunté que como sabía ella que iba a morir antes que yo porque, después de todo, yo era doce años mayor. Me respondió en voz baja y con un tono triste que creía que iba a morir antes que yo, pero fue sólo un momento, enseguida recuperó el buen humor y la alegría pensando en su cita para cenar y me azuzó para que me diera prisa, preparara el coche rápidamente y nos marcháramos.
Tengo un recuerdo muy vivo de la tristeza que me invadió aquella tarde conduciendo de regreso a Hollywood para llegar puntual a su cita para cenar. ¡Marilyn había dejado de ser la adorable Norma Jeane que había conocido hacía tan sólo unos meses! Iba a ir a cenar al Romanoff’s de Beverly Hills, y yo me sentía totalmente humillado, denigrado y excluido.
Aquella noche, Estaba haciendo las maletas para regresar a Nueva York cuando sonó el teléfono. ¡Era ella! Dijo que había pasado una noche horrible con un tipo asqueroso, ¡un estafador que quería que pagara ella la cena! De todas formas, llegamos a la conclusión de que, como había decidido hacer la carrera en Hollywood, tenía que ser fuerte para soportar todo lo que viniera, fuera bueno o malo. No obstante, no le pregunté lo que había ocurrido y ella me propuso salir juntos la noche siguiente para fotografiarla. Con una actitud un tanto vengativa, le dije: “No. Me voy a Nueva York” y también que ya no me interesaba en absoluto. Al día siguiente, me marché a Nueva York.
Extracto del libro del fotógrafo André de Dienes: “Marilyn”. Editorial Tachen.