Revista Cultura y Ocio

Bora Bora

Por Chirri

Perdóname, espero que lo hagas, te lo digo desde la distancia que pone el tiempo, quizás te lo debería haber dicho mucho antes, pero mi afición literaria ha llegado tarde cuando ya hemos encanecido, pero quiero hacerlo antes de que caigamos en el pozo del olvido. Mientras recuerde tu nombre estoy a tiempo.
¿Por qué no me acordé antes de ti? Por eso mismo te pido perdón, porque solo fuiste una anécdota, una rama más en el árbol de mi vida, nada en mi corazón, siquiera una grieta, de mi infarto no participaste, mi corazón no sufrió por ti.
Entraste en mi vida de repente, no tuviste la culpa, tus padres alquilaron una casa en la Sierra y te acoplaste a mi pandilla, biológicamente yo era el macho alfa de la manada y tú como recién llegada tenías que ser mi novia, no te di otra opción, te lo dije claramente con el desparpajo que dan los dieciséis años.
No es el momento de hablar de mí, recuerdo como era y duele, duele recordarlo, una vida regalada y sin preocupaciones, no había un mañana por el que pensar, todo era fácil. Los días de verano en la Sierra eran eternos, crepúsculos que duraban años, rutinas espléndidas de baños en el río, conversaciones en la pradera y paseos por la dehesa.
A tu lado aprendí a liberar mis desbocadas hormonas; redondeces liberadas, extrañas semiesferas que siempre había contemplado veladas, por fin se me mostraban plenas, exuberantes y lamineras.
Ahora recuerdo que el otro día evoqué tu lengua, es difícil hablar de la lengua ¿A qué sabe el sabor? ¿cómo hablar de la suavidad de la tuya? ¿la lengua ajena se prueba? Mejor dejar de hacerme tantas preguntas, es malo para el relato, no aportan nada, solo diré aquí que no he vuelto a tener una sensación igual a la de aquellos besos.
Lástima, voy llegando al final, si, los besos me acercan al final, ahora me río, bueno, más que reír me carcajeo ¿verdad tocayo? Pero entonces lo pasamos fatal, salimos tremendamente avergonzados, si alguna vez el Alzheimer me borra el disco duro, creo que esta anécdota perdurará.
Sigue quedando feo el decirlo, pero estaba hecho un pimpollo, vestido con traje y corbata pues era la comunión de mi hermano. Esta vez las hormonas te debieron de jugar una mala pasada, entramos en el Bora Bora, un bar hawaiano de moda por aquel entonces, tomamos una mesa y pedimos una exótica bebida con mucho zumo y algo de alcohol, quizás éste influyera en ti pues jamás me vi en otra igual, tú, fogosa hecha una valkiria, una sílfide, una hurí una diosa griega, te abalanzaste sobre mí y me regalaste tu famosa lengua y toda tu humanidad.
Apabullado sí que estaba un poco, ya he dicho que tamaña efusión fue difícil que nadie me la propinara en adelante, pero sí que me encontraba entonces en el cielo o por lo menos a cien metros sobre el nivel del mar medido en Alicante.
Pero el lado oscuro de la fuerza acechaba, el paraíso tenía fecha de caducidad en esta España de los setenta pacata y gazmoña, un ángel con su espada flamígera acechaba, pero éste vestía de negro, un camarero que nos mostraba la salida, apuntándola como un feo remedo de la estatua de Colón que calle Almagro abajo apuntaba su presencia y a voz en grito te dijo:
-   ¡Señorita, por favor!
Por supuesto que este relato va dedicado a Jose Antonio del Pozo, pues es el único culpable de haberme hecho recordar esta anécdota, solo a él se le ocurre citarme a tomar unas caña (las mías sin alcohol) a veinte metros del desaparecido Bora Bora. Por supuesto que no volví a entrar en él y me alegré le día que colgaron el cartel de “se alquila”.

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