Cada noche, antes de ir a la cama, tomo un tazón de leche y un sandwich de jamón, queso, tomate, diazepam, plenur y zyprexa. No es alta cocina, sino la oferta gastronómica del trastorno bipolar. Debería comer más, me dicen, pero bastante hago con preparme el bocadillo con las pocas fuerzas que tengo. La medicación me ha robado las ganas de vivir.
Entro en la cocina y veo distorsionada la suciedad de la encimera. La medicación no me permite ver con claridad. La suela de los zapatos se pega en la grasa del suelo cuando me acerco a la nevera en busca de chocolate. La sartén llena de aceite y los calderos malolientes que están sobre los fogones de gas invitan a salir corriendo, pero yo camino despacio, casi arrastrando los pies. La medicación tampoco me deja avanzar. Los platos y cubiertos se amontonan en el fregadero, semihundidos en el agua, pidiendo auxilio como náufragos. La mitad de los productos de la nevera están caducados y no sé cuál es la otra mitad, así que cada día compro algo de comida, lo justo para no intoxicarme.
Me dirijo al baño mientras ensucio un poco más el suelo del pasillo con la grasa proveniente de la cocina. La suela del calzado se seca con los pelos, el polvo y la suciedad que se adhieren por el camino. Miro a la persona del espejo y no me reconozco, evito seguir haciéndolo porque no soporto su mirada perdida. Cepillo la mitad de los dientes, más o menos, escupo una espuma de color marrón chocolate con leche y me enjuago.
Camino hacia la cama, está lejos, tardaré mucho en llegar a este paso. Recuesto la cabeza en una almohada de color gris suciedad y no me molesto en meterme bajo las sábanas. Tardo aproximadamente diez segundos en quedarme dormida, totalmente narcotizada.
Despierto a las dos horas, vuelvo al baño e intento cagar, pero la medicación me estriñe y soy incapaz. Me echo a llorar sentada en el water, con las bragas sucias por los tobillos, inmersa en un llanto escatológico y desesperado porque yo antes no era así.
Podría dejar de tomar las medicinas, pero me aterran los monstruos que descansan, drogados, en mi interior. La última vez que lo hice terminé ingresada en un manicomio, amarrada a la cama. Reía sin razón, cantaba y hablaba a gritos. Era feliz, pero me angustiaba saberme loca de atar en mis breves momentos de lucidez.
Me gustaba mi vida anterior, qué demonios. Dormía poco pero tenía buena cara. En cuanto me maquillaba y disimulaba las ojeras estaba preciosa. Saludaba a todos por la calle y sonreía con ilusión. Tardaba exactamente dos horas en llegar andando al trabajo, pero es que encontraba por el camino muchas personas con las que hablar. En la oficina cambiaba de carácter y me enfadaba por cualquier motivo con aquellos inútiles que me rodeaban. Solíamos terminar a gritos, aunque después lo arreglaba haciéndoles reír al bailar la canción de moda entre las mesas y sin música. Me sentía sensual y el sexo me encantaba. Podía follar con un desconocido en el baño de un bar, comerme una polla en cualquier parking y lo de intercambiar fotos con desconocidos por redes sociales, simplemente, me volvía loca. La necesidad de masturbarme era incesante. Puede que gastara algo más de dinero de lo que era recomendable, pero comprar me resultaba irresistible. Sobre todo zapatos, muchos zapatos, miles de zapatos.
Una tarde, aquella chica excéntrica, sensual y alocada detuvo el coche en mitad de la nada y se puso a bailar en la autovía con los ojos cerrados la canción del momento mientras los coches pasaban a toda velocidad a su alrededor, sin tocarla. Ni un rasguño.
Fue el primer ingreso hospitalario, el primer diagnóstico del trastorno bipolar con episodio maníaco y la primera vez que me ataban a una cama sin azotarme el culo.
Enciendo la televisión, sé que no volveré a dormirme hasta bien entrada la mañana pero no quiero tomar la pastilla para dormir. No quiero y al mismo tiempo quiero tomarme todo el frasco, pero no lo haré, por mi hijo que no lo haré.
Mañana tengo cita con un especialista que asegura que estoy mal diagnosticada, que en mi caso la delgada línea que separa el bien del mal se llama borderline. Dice que estoy en el límite entre patologías y que mi medicación no debería ser tan drástica, que puede enseñarme a controlar mis impulsos. Yo sólo espero que sea verdad, porque ya va siendo hora de que recupere la sonrisa bailando la canción de moda en cualquier parte cuando suene en mi cabeza.
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